Couka

Muy a menudo nos han preguntado por qué no la emancipamos. Es difícil. Queríamos que fílese libre, pero queríamos asumir nuestra responsabilidad. Con la emancipación, la policía no está obligada a avisar a la familia en caso de desgracia. Queríamos ser avisados. Es más fácil decir «no queremos volverte a ver, queremos estar en paz, se han acabado nuestras responsabilidades». Es el fin del lazo entre padres e hijos. Voy a matizar: hay que negar la emancipación a un hijo droga-dicto. No hay que olvidar que, una vez emancipado, ya no es tratado como un menor y puede encontrarse verdaderamente solo. Es necesario que el hijo sienta en su vida turbulenta que hay una familia dispuesta a ayudarle, a dialogar. Sobre todo, no hay que rechazarlo.

Durante las cuatro semanas que estuvo en el hospital, no dejamos de preguntarnos: «¿Y después?, ¿qué pasará después?»

¿ Después?

Después. Después. Después. La cura no sirvió para nada.

Tuvimos un poco de respiro. Aguantó tres, cuatro días: una luna de miel maravillosa.

Y lo peor. Lo peor de todo: de nuevo el teléfono, se marchó de nuevo con André. Pero seguíamos decididos a salvarla; sin embargo, un coche no hubiese visto cruzar a ese desecho humano. Couka hubiese podido echarse bajo sus ruedas sin que su conductor lo notase. Nosotros, los padres, estábamos como un año antes; ella, por el contrario, había adelantado en su recorrido suicida.

Un desecho humano porque se había convertido en esquizofrénica, cleptómana, ninfómana, ladrona, mentirosa, violenta, en fin, todo. Allí habían alimentado su cuerpo, la habían hecho dormir, pero la droga había permanecido en su cabeza. Entre cuatro paredes e inactiva, ¿qué podía desaparecer? Le había llevado una caja de pinturas. Todo lo que pintaba era negro, negro sobre negro, rostros que lloraban, puñales, jeringas, el buitre puesto de perfil viéndosele un solo ojo. Pero existía el diálogo. La petición de ayuda, que solicitaba y rechazaba a la vez, era constante. No era necesario ser psiquiatra para leer la muerte en cada página. En cuanto a las paredes, estaban pintadas de muerte. Muerte, muerte, muerte, muerte, en negro, por supuesto. No podía permanecer allí eternamente; volvió por lo tanto a casa, con la droga anclada en la cabeza. Es peor que el alcohol y, además, puede haber «subidas», sin haber tomado nada, cinco años más tarde.

Tuvo un momento de lucidez. Llamó al psiquiatra al que había mandado a paseo. ¿Por qué?

Él estuvo muy amable, la atendió, pero al cabo de tres días, ella encontró las recetas. Las robó y con su eterno amigó André, las vendió. ¡ Cuesta muy cara una receta! Una hermosa receta sin falsificar. Unos días estupendos: lo tenía todo, salía durante el día, volvía, hasta el día en que el muchacho dejó su chaqueta en casa de su madre y ésta encontró una de las recetas. Tuvo el acierto de telefonearnos; era del médico que había atendido a Couka. Le avisamos y nos dijo: «Lo mejor es llamar al abogado y que vuelva a la clínica».

Hubo que esperar ocho días para su ingreso en el hospital. Durante estos días, se drogó a muerte, hasta el punto de que ya no podía doblar los brazos, llenos de hematomas azules, amarillos, violetas. Ella dejaba que la curase como una impotente. Me dolían. Le cepillaba la espalda, le contaba cuentos, que no entendía porque su cabeza estaba llena de droga. Poco antes de salir hacia la clínica, me preguntó si podía salir; yo sabía para qué: al hacer la maleta estaba totalmente bajo los efectos de la morfina; sin embargo, se subió el jersey para esconder una jeringa enorme. «No la verán.» Como un soldado parte a la guerra con su fusil, ella iba al hospital con su jeringa.

—No te la lleves.

—Es un recuerdo, ya veremos...

Naturalmente, la encontraron, así como las pocas provisiones que había preparado. Estuvo muy bien durante su estancia en el hospital, y John, Couka y yo tuvimos verdaderos diálogos: antes que nada, salir de París y no volver a ver a André. Durante ese mes entre cuatro paredes, sabíamos lo que hubiese hecho falta y, milagrosamente, concretamos: La Boére y Luden.

Cuando a Couka le hablamos de Toulouse, de una vida de campo, de granja, aceptó inmediatamente y nos dio las gracias.

Era imposible saber si habría curación, con o sin secuelas, pero, por lo menos, había aparecido un rayo de esperanza.

Es cierto que una «dosis» de su juventud había terminado. No puedo olvidarlo.

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