Nota a modo de introducción

Hemos querido aquí conceder la palabra a madres de jóvenes toxicómanos.

Nos pareció interesante dar a conocer los dijeren-tes comportamientos de las madres frente a la misma realidad. Aunque el lema del sitio sea el descubrimiento, por la madre, de que su hijo o hija se droga, no se trata de un sitio sobre la droga.

Para redactar este informe, solicitamos la conformidad de los jóvenes y, seguidamente, grabamos las entrevistas con sus madres en cintas que fueron destruidas en cuanto el texto encontró su forma definitiva. Todas las madres releyeron, rectificaron o completaron su testimonio.

Todos estos jóvenes estuvieron o están todavía en La Boére, centro de rehabilitación dirigido por tres personalidades notables: Lucien (el Patriarca), Rena, su mujer, y Mireille, la psicopatóloga. Pero no es éste un sitio sobre La Boére.

Por razones evidentes, hemos suprimido los nombres de los médicos, de las ciudades o pueblos, de los productos. Asimismo, hemos dado a los jóvenes nombres de pila imaginarios.

Creemos que la madre, feliz o no, viuda, divorciada o soltera, adúltera o engañada, con profesión sus labores o trabajando en el exterior, representa casi siempre, para el niño, la Casa. No hay que olvidar que ha habitado en su vientre. Es una realidad.

Estos adolescentes empezaron a drogarse entre los catorce y los dieciséis años. Seis de ellos tienen de dos a cuatro años de intoxicación, totalizan veintiuna condenas, siete multas, y, oficialmente, catorce robos a farmacias. Todos presentan secuelas físicas: anemia, estómago enfermo, dientes y cabello estropeados. Su jornada de droga les costaba alrededor de quinientos francos, es decir, quince mil francos al mes.

Un sincero agradecimiento a Jacqueline, Sonia, Si-mone, Janine, Denise, Angele, Marie, Lucia, Catherine, Marie-Chantal, Madeleine, que han tenido el valor de revivir su drama para confiarlo a una desconocida, sobrepasando algunas los límites de lo que es soportable oír.

Catherine Le Tellier París, 20 de junio de 1977.

Couka

Día caluroso, en el mes de agosto, como lo son probablemente los días calurosos en que sólo se nota la pesadez de la atmósfera. Nos encontrábamos en el patio interior de un edificio, la guardiana y yo, ante un baúl.

Uno de esos baúles de Alí Baba como sueñan los niños, los del fondo del desván, donde encuentran cantidad de cosas hermosas, de misterios escondidos. Éste, incluso abollado, encerraba los suyos y tenía un olor que desprendía cierta tristeza.

La guardiana levantó la tapa y vimos objetos extraordinarios: bonitos vestidos, zapatos, libros; varias máquinas de afeitar, todas eléctricas, ocho, nueve, quizá diez, de diferentes colores; pipas, pisapapeles antiguos, estropeados; más ropa y todos esos objetos que se van acumulando, pero también aquellos «birlados» en los grandes almacenes, estatuillas y piezas de gran valor, más una fortuna en joyas, robadas la noche anterior. Sí, todo ello en el patio interior de un edificio en un día de agosto.

Este baúl contenía una parte de la historia de Cou-ka y de André, de la guardiana y de la mía. Las dos estábamos contemplándolo y la policía, algo apartada, esperaba para terminar el inventario.

Hoy se ha abierto el baúl, ayer se llevaron a Couka a la cárcel. ¿Y mañana?

Ese baúl encerraba lo que permitía pagar la droga; si no hubiésemos conocido la razón, se hubiera podido pensar en travesuras de chiquillos. Recuperé algunos objetos que nos pertenecían y el baúl se volvió a cerrar. Este episodio había terminado, pero el pasado iba a subir a la superficie y Couka estaba entre cuatro paredes.

Todo empezó hace...

Todo empezó hace más de dos años: su habitación olía a incienso porque éste cubre el olor a hachís y a marihuana. Un olor. Así empezó.

Al principio, Couka sólo nos atacaba con pequeñas dosis de arrogancia, de agresividad, de violencia. Seguidamente, hubo el mes de agosto en América, bastante nefasto, repartido entre la familia y los amigos. Nuestra hija se puso enferma y no pudimos reunimos con ella para terminar las vacaciones juntos. Incluso a su regreso no pudimos marcharnos y encontró un empleo como cajera en un supermercado. La ayudé, sin duda, a arrancar en el camino de la droga. Trabajaba todo el día; era positivo porque quería demostrarse algo. ¿Empezó a robar un poco de dinero, alguna mercancía, quizás empujada por su entorno? En realidad sólo buscaba evasión, salidas nocturnas, mentiras. Los escrúpulos morales ya no existían y la droga se incrustaba a paso lento. La violencia aparecía por la noche, en su habitación, que cobijaba su secreto; a veces estaba sola, otras con una amiga. La luz estaba encendida; fumadero con música dulce, que no era más que el principio de sus instintos ya violentos.

No podíamos ni espiarla, ni dialogar. Rechazaba nuestros consejos, preparaba su revuelta contra el mundo de los adultos para ir hacia el del hundimiento.

Salidas y escapadas datan de la época en que conoció al grupo de motoristas del Trocadero con quienes pasaba el tiempo en un cine de barrio. Un lugar podrido donde hay tráfico de drogas, violencia sexual, violencia extrema con cuchillos para cortar, lacerar, herir, reventar los asientos también. Un día la echaron con la banda, una de las más duras que han pasado por allí: truhanes, ladrones nocturnos, no en silencio sino con violencia; y la droga los excitaba todavía más.

Para una cría úe dieciséis años, fue la revelación fulminante del ambiente de los duros; la vida no es un camino de rosas, hay un padre, una madre y unos hermanos a quienes se quiere, pero, una vez despertada su curiosidad, quiso seguir más lejos.

Frecuentó primero a unos muchachos muy agradables que tomaban hachís, fumaban marihuana, llegaban quizás hasta el ácido. Pero... Era guapa, provocativa, tenía unos magníficos pechos, unas hermosas caderas. Pronto se convirtió en la única chica de la banda, su mascota, con la caradura de un muchacho. Como una bola de nieve.

En un momento difícil, por falta de droga, la metimos en el hospital. Fue fulgurante. Muy corto también: una semana. Se le hicieron reconocimientos para saber si tenía problemas ginecológicos, que resultaron mínimos. La tranquilizamos.

Una noche entramos en su habitación. A pesar de los calmantes, daba comienzo una pequeña crisis: «¿Qué demonios hacéis aquí? Tengo dieciséis años, quiero vivir mi vida, quiero vivir, quiero trabajar, puedo hacer lo que me dé la gana, ¿qué hago aquí metida? El médico me ha dado la pildora». Por otra parte, se sentía muy orgullosa de esa circunstancia.

Quería su libertad, la de usar su cuerpo como quisiera, pero esperaba de nosotros otra reacción. Su provocación fracasó, la conozco demasiado bien. Sí, tenía la cajita de las pildoras sobre la que había escrito: «Ahora ya no me poseeréis más. Con mi cuerpo podré ir hasta el final». Y lo repetía sin cesar. «Iré hasta el final. Y me largaré. Hago lo que quiero, es mi cuerpo, ahora soy libre, ya no podéis hacer nada. Es mío, mío.» Era suicida, pero ella no podía presentirlo. Si me hubiese pedido la pildora, yo se la hubiese proporcionado. No era más que un indicio. Lo que se llama «libertad», la tiene. Pero lo que ella quiere es otra cosa, es arremeter con la pildora, es desafiar. En realidad, quiere robo, violencia, droga.

Tomamos la decisión de llevarla al campo a pasar las Navidades y, así, ganar tiempo.

Está muy cerca de sus hermanos mayores, a pesar de los siete años de diferencia, a excepción de una hermana verdaderamente marginal, pero no drogadicta. Los cuatro han marcado su infancia, quemado su juventud. Estábamos su padre, su hermano, una hermana y yo, lo más apartados posible. No obstante, notábamos una tensión entre todos nosotros. Couka era muy agresiva, muy difícil. Se creía más mayor, pero intentaba todavía encontrarse a sí misma; necesitaba dominar, conocer, seducir; le gustan las personas mayores, sabe hablarles; incluso con ellas, tiene la necesidad de gustar.

Su corazón es inmenso, pero rara vez he encontrado uno con tanta dureza. En el fondo, la ha salvado en parte. Daba sin exigir recibir. Más tarde quiso recibir, sin dar otra cosa que su cuerpo, utilizando su lado pérfido para la droga. Su perfidia era quizás una forma de desafío maligno, un mal en la piel. Era astucia, por lo tanto inteligencia. Nunca hubo avaricia, sino vicio. Lo utilizó ampliamente, manipulándolo como una posibilidad suplementaria de acción. Era un aspecto de su destrucción y de su necesidad de dominación.

Entonces decidimos dejarla marchar, puesto que no podía aguantar más en casa; ya no asistía a clase, quería escaparse y vivir su vida. La sacamos del colegio de monjas, donde no soportaba el uniforme ni a sus compañeras, para meterla en un colegio mixto, pues, evidentemente, necesitaba estar con muchachos. Era cerca de Saint-Lazare, un «sitio muy bueno», parece ser; a pesar de ello, siguió con sus escapadas cotidianas. Abandono de los estudios, entrada en el hospital, regreso rápido a casa, todo ello en muy poco tiempo.

¡Era horrible! ¡Era horrible! Las noches enteras pasadas en blanco cuando no regresaba, la sonrisa de alivio que intentábamos esconder a su regreso. Era un sufrimiento constante. Ya no existían esas palabras que he conservado de su infancia, un signo de ternura junto a su cama, cuando todavía estaba bastante bien, pero quería ya vivir su vida. «Tengo que salir del contexto familiar, por eso soy mala, agresiva, violenta: me asqueáis, sois unos imbéciles, os quiero pero sois unos imbéciles. Quiero vivir mi vida.»

Después de esos días pasados en el campo, fue a vivir a casa de una de sus hermanas, de más edad pero incapaz de una responsabilidad. Couka la quería, pero la dominaba. ¿Por qué haber escogido esta hermana marginal, estilo ama de casa del siglo pasado? ¿Porque estudia, porque es la mayor y vive en un pequeño apartamento? ¿Era una buena solución? ¿Una mala? No lo sé, pero aconsejo que los hijos vayan hasta el final y que los padres jamás sean cómplices. Ella viviría su vida, nosotros debíamos ordenar la nuestra para nuestro hijo, que se estaba reponiendo de una depresión nerviosa; él no podía más, nosotros no podíamos más. No era más que una prueba de uno o dos meses. No disponía de la llave, pero la puerta permanecía siempre abierta: incluso para cuando estaba drogada. No se lo habíamos dicho, pero habíamos decidido que sólo recibiría el dinero necesario para vivir con su hermana. Puesto que quería mostrar de lo que era capaz, que lo hiciese. Puesto que quería trabajar, que trabajase, que ganase su dinero, y sólo le pasaríamos la cantidad fija indispensable para una menor. No valía la pena pelearnos durante semanas y semanas, gritar de dolor en el interior, ponerse enfermo, volverse loco. Probemos.

Yo estaba contra el hecho de que se fuese.

Pero John, mi marido, se mostró inflexible: «Ya no puedo soportarlo, no duermo ni siquiera con somníferos, me voy a volver neurasténico. No puedo seguir viviendo así, la angustia y el miedo me vacían por dentro. Dejémosla ir con su hermana. Ya veremos».

Se trasladó en enero, manteniendo, sin embargo, un contacto con la familia bastante constante: una o dos veces por semana, por lo menos.

—¿Puedo ir mañana?

—Por supuesto, ven.

—¿Puedo ir el próximo lunes?

—¡Claro! ¿Cómo estás?

—He encontrado un trabajo en una tienda de antigüedades, voy a veces al mercado de las pulgas. —Estupendo.

Llegaba a casa, charlábamos como si no pasase nada. Todavía era posible, porque así lo queríamos todos y porque todavía no estaba más que un poco afectada. Fanfarroneaba. Intentaba arreglárselas por sí misma. ¡Oh, sí!, pero ya era prisionera de su verdugo: la droga. Trabajar quince días, ganar poco; eso no bastaba, puesto que se pinchaba. No lo dijo inmediatamente, sino con ocasión de una de sus visitas, una noche en que su hermano, a quien ella quiere mucho, no estaba allí; respeta sus reacciones y él tiene cierta influencia sobre ella.

—Me he pinchado.

—¿Dónde?

—Con los árabes, que tienen unas agujas sucias y que son ellos mismos asquerosos.

¿Qué cosa mejor para provocarnos?

—¿Cómo fue?

—¡Bah, no estuvo mal!

Couka

Sabíamos perfectamente que robaban los dos: farmacias sobre todo, muchos pisos, pues la madre del muchacho era portera y tenían más o menos acceso a ellos: una llave..., no era difícil.

Pero no era su campo. Couka estaba especializada en los escaparates, las pequeñas cosas y las farmacias, tan vitales porque era necesario compensar su falta de droga. Necesitaba medicamentos. Nunca tenía suficiente dinero para la heroína, la cocaína, ni recetas para calmantes. Yo conservo soberbias recetas falsas; Andró era un gran especialista en ello. En ocasiones el farmacéutico dudaba en darles ciertos productos y, sobre todo, gran cantidad de jeringuillas. Imaginen un grupo de dos o tres personas que se pinchan por lo menos cuatro veces al día; necesitarán, como mínimo, dieciséis jeringuillas. Inútil decir cuántas veces utilizaban cada una.

Couka había escogido a un médico de unos amigos nuestros, del que había fabricado el membrete. La escritura era extraordinaria y había copiado maravillosamente la firma. En ocasiones, algunos farmacéuticos dudaban: telefoneaban desde la trastienda; los muchachos, asustados, echaban a correr. Pero, en una ocasión, André sacó un cuchillo porque iban a detenerlos; huyeron como alma que lleva el diablo...

Éste no es más que uno de tantos incidentes, por supuesto; hubo todo tipo de robos de noche, pero existe una forma de arreglo con los pequeños farmacéuticos, como si todo este mundo hiciese una especie de tráfico de medicamentos, pues los drogadictos suelen tener dinero y pueden revender a buen precio lo que les sobra.

Su conocimiento sobre ciertos medicamentos es extraordinario. Tengo un libro en casa, me lo he leído de arriba abajo. Es sobre el uso de los medicamentos, para los médicos; hay todo un repertorio, los efectos que producen, las dosis necesarias, las contraindicaciones. Es, en realidad, como libro de bolsillo, el que utilizan los médicos en su consulta. Cuando Couka tomaba medicamentos y se drogaba, no probaba una sola gota de alcohol. ¡Ella, a quien tanto le gustaba una copa de champagne, un vaso de vino blanco o tinto en una noche de fiesta! Pero, con la droga, hace un efecto terrible, incluso al principio de la crisis. Que este libro les haga estar bien enterados, que les enseñe a tomar ciertas precauciones, está bien, pero es peligroso; para mí, la venta controlada de las jeringas no es un hecho; si es necesario, se pincharán diez veces seguidas con la misma aguja, nadie se lo impedirá y ello es el origen de muchas hepatitis virales. Según el estado de sus brazos, no pueden utilizar las mismas agujas, está la famosa bola.

Generalmente, permanecía en casa tres cuartos de hora, una hora. Ese día vi cómo daba comienzo la crisis: se levantó, vino hacia mí. ¡Era horrible! Acercó sus manos abiertas y crispadas a mi cuello. Yo veía la crisis, la violencia, ese pulpo que la habitaba, que empezaba a atenazarla. Me trató de todo: puta, cerda... Todas las palabras que se puedan imaginar. Para ella, era una verdadera basura. No era nada grave, pero estaban sus manos que me asustaban y esos ojos dilatados. ¡ Es espantoso ver a tu propia hija con esa mirada! Intenté entonces mirarla fijamente, sin decir nada, y sus manos, tan cerca de mi cuello, se alejaron. Estaba furiosa contra ella, yo, temblorosa, horrorizada. Un portazo, se había marchado.

Era una forma de violencia que comprendí en aquel momento; no grité, no utilicé nunca palabras fuertes contra ella. Hubiese podido levantar la voz, aunque sólo hubiese sido para desahogarme. En seis meses, dos con su hermana, dos de vagabundeo, Ams-terdam y otros lugares, y los demás con André y otros amigos en míseras habitaciones, sucias y desangeladas, pero de donde Ies echaban a causa del ruido que hacían por la noche.

Couka telefonea.

—No estoy bien, creo que voy a abortar. No me encuentro bien. Todavía tengo problemas ginecológicos.

—Dame dos días para preparar tu ingreso en el hospital.

La droga lo deteriora todo, interior y exterior-mente, pero cuando, además, una muchacha se acuesta con uno y con otro... los problemas pueden ser más bien desagradables en este aspecto... Ella volvió y John y yo la llevamos al hospital con un camisón limpio, lo que era ridículo; cuando hacía meses que dormía desnuda o completamente vestida.

Su hígado no estaba bien y además...

Allí le hablaron cómo lo hacen en los hospitales, no como en un centro de destete. Le preguntaron si estaba de acuerdo en hacerse desintoxicar, que ello se llevaría a cabo en otro lugar y que duraría de quince a veinte días.

—Están locos, no vale la pena que insistan. No quiero. No quiero.

Los médicos querían que se quedase para hacerle análisis. Su amigo André fue a verla una o dos veces, la tranquilizó, pero, con ocasión de una de nuestras visitas, ella ya no estaba allí. Habíamos escondido sus zuecos y su ropa, pero los encontró y se escapó mientras comían las enfermeras. La vieron, pero demasiado tarde para alcanzarla. Regresó a pie a su madriguera, tan cerca de nuestra casa.

Todo empezó de nuevo.

No vivíamos; esperábamos, porque, lógicamente, algo iba a suceder. Nos despertábamos sobresaltados varias veces durante la noche. John tomaba pastillas para dormir, yo dormitaba, soñaba despierta, pero también tenía pesadillas y me despertaba bañada en sudor, con la sensación de tener los brazos llenos de pinchazos. Los miraba, estaban limpios. Estaba drogada, sobre todo por la noche. Si mis brazos no estaban drogados, mi cabeza sí lo estaba y mi cuerpo ¡me parecía tan pesado! Me había convertido en ella. No conocía ni sus días ni sus noches, los inventaba. Como soy muy intuitiva, presentía, sabía; sabía asimismo que todavía había que esperar.

No comíamos. No dormíamos a causa de nuestra impotencia. Pero la presencia de nuestro hijo fue un gran bien para nosotros. Estuvo fabuloso durante esta época, nos decía: «Tranquilizaos, os vais a volver locos». Nuestra otra hija, casada y en Suiza, nos telefoneaba a menudo para consolarnos. No comprendía el problema de la droga, pero sabía que sufríamos. ¡Ya está bien la ayuda de dos hijos! La hermana en cuya casa Couka vivió dos meses, nada. No. Era demasiado duro para ella ayudarnos, pero no le pedíamos tanto. En cuanto a la quinta, tiene su vida personal en la que no nos mezclamos. El sufrimiento de los padres no siempre puede ser asimilado por los hijos, es muy difícil, no comprenden; ya sea padre o madre, les molesta o tienen miedo. Para los amigos es lo mismo, en cuanto afecta a «su» interior o les hace pensar; tienen miedo, todavía más si está relacionado con la droga: poder del egoísmo. Teníamos muy buenos amigos, pero algunos no conocían nuestro problema y no lo comprendían. La dulce presencia de una hermana de mi madre, bien al teléfono, bien en casa, nos aliviaba mucho. Nadie podía hacer nada. Nadie arrojó piedras sobre nuestro tejado. Todos pensaban también que había que esperar; ni siquiera hubo críticas: no le habíamos dado dinero, ella, muy orgu-llosa, ya no nos lo pedía; no la habíamos echado, ella se había marchado. Siempre hay alguna mala lengua que dice: «Hubiesen podido, hubiesen podido...» Pero éstas, que vayan a otro lugar con su maldad. Quizás ellos también tienen una pena que desahogan con los demás.

El tiempo pasa...

El tiempo pasa, tiene diecisiete años.

A principios de agosto, llamada telefónica: «Señora, me gustaría hablar con usted en persona». Era la madre de André. Ni siquiera sabíamos que este muchacho tuviera una madre. Por casualidad, había encontrado una carta enviada a Couka con su apellido. Consultó la guía telefónica y nos llamó; lo que sabía sobre Couka era tan falso...

Couka le había contado que estaba sola, que era americana, que sus padres estaban en el extranjero y que la habían abandonado, que tenía dieciocho años.

—Señora, su hijo y mi hija se drogan, roban, etcétera.

Nosotros lo sabíamos. Me parece que protegió demasiado a su hijo; por ejemplo, le encontró una habitación, le adelantó dinero, ¿quizá pensaba que nuestra hija era una buena influencia para él? Nos hizo cambiar de opinión: estuvimos todo el fin de semana deliberando, para llegar a la conclusión de la Protección de Menores.

Pero era demasiado tarde.

De nuevo había que reaccionar, actuar; ¿por qué no entrar en contacto con los delincuentes? Sí, ¿por qué no? En cierto modo, ella se lo había buscado.

Demasiado tarde. Fue esa noche, la del domingo al lunes, cuando acabaron de llenar su maleta de «reservas». Escogieron el piso de una compañera del colegio de monjas, a donde Couka iba a menudo. Un hermoso piso. Rompieron una ventana, se dieron un baño, comieron a sus anchas y recogieron todo lo que pudieron. Era para marcharse a México, su sueño. Fuimos avisados el lunes por la tarde. Nos dirigimos a la comisaría y encontramos a nuestra hija en un estado realmente lamentable. Un desecho. A punto de entrar en una fase de crisis, puesto que no se había pinchado desde por la mañana. Nos miramos, no podíamos hablar. El muchacho estaba en un rincón. Habían hecho el inventario del bolso de Couka. Era muy bonito ese gran bolso, con llaves, navaja, jeringas, las famosas cucharillas ennegrecidas por debajo, mucho dinero; todo ello en un gran bolso colocado sobre la mesa del inspector. Había que levantar acta.

El dueño del apartamento, por casualidad, se había dado cuenta del robo y había avisado a la policía. Era cerca del cuartel general del grupo. Inmediatamente sospecharon. Los detuvieron una hora y media más tarde.

Pasó la noche en la comisaría. —Dígame, señora, su hija está atiborrada de heroína, ¿qué hacemos? —No sé.

Los llevaron a Fleury-Mérogis; para él, no era la primera vez, pero Couka era la única menor de toda la cárcel. Hubo que esperar cinco días para verla; encontrar un abogado. Al juez de menores le había explicado: «Mis padres tienen una "buena" situación, me sacarán de aquí». Lo confirmamos todo y esta mujer se mostró muy competente para activar su salida. El que hubiesen sido detenidos por robo con desperfectos y que, además, fuesen drogadictos, complicó un poco las cosas. Durante cinco días estuvimos blancos, estuvimos verdes, ¡era necesario tanto papeleo! La comisaría, aquí, allá. Me pareció poco «apropiado» apretar un botoncito blanco para poder entrar. Cada uno tiene su número, uno para un hijo, otro para el marido, el amante, el padre o el hermano. El nuestro era para la única menor de Fleury.

Lo que nos ponía enfermos era la obligación de entrar en ese recinto. Prisión es una palabra que me da miedo, es horrible: tu hija, su hija, porque ha robado a causa de su necesidad de droga. Para nosotros, no era tan «malo». Pero había que sacarla de esas cuatro paredes para que llegase hasta el final. Y, un día, nos encontramos detrás de un cristal, esperándola. Se abrió la puerta, la vimos. Couka sufrió un golpe terrible. No podíamos tocarla, no podíamos decir nada, ni un «¿cómo estás?» Se puso a gritar: «Perdón, perdón. No lo volveré a hacer... ¿Cuándo saldré de aquí?». ¡ En que estado se encontraba! ¡ En qué estado! Intentamos esconder el nuestro y ni siquiera pudimos abrazarla. Fue horrible, quizás una lección, pero, en cierto sentido, no se podía caer más bajo ni subir más alto en el sufrimiento. John y yo no dijimos una sola palabra al regresar. No sabíamos qué decir. Él tenía que ir a trabajar y ya eran las cuatro o las cinco. Lo que recuerdo es que rara vez, muy rara vez, le he visto llorar; sin embargo, ese día, cuando lo dejé en su despacho, sollozaba. Tuvo que andar, pensar, andar, liberarse. Tenía que estallar, quizás a causa de nuestro silencio.

Couka

«¡Esperaba y temía tanto el momento de veros en el locutorio! Me hace feliz el que todavía me queráis y penséis en mí. Soy muy consciente de los problemas que os doy teniendo en cuenta mi edad, y lo siento mucho. La vida aquí es bastante dura, muy dura incluso, yo, que quería ser libre, ¡estoy lista!

He sufrido mucho por la falta de droga; los nervios, dolores en todo el cuerpo y, además, estar entre estas cuatro paredes, no facilita nada las cosas.

Ahora me siento mucho más tranquila y me entiendo mejor con la educadora, con el personal, con el abogado. En la entrevista con él, he contestado a todas sus preguntas sin titubear.

Estoy siempre sola porque soy la única menor, por lo que me paso los días en mi celda: me levanto a las siete; café con leche a las siete y media. Escucho la radio, sueño. Escribo y leo mucho. La educadora me ha dado revistas de arte. Espero que pase el tiempo y reflexiono. La comida es a las once y media y la cena a las cinco y media. A las diez, fuera luces y radio: régimen militar.

Las mujeres gritan y golpean las puertas, lo que me resulta bastante desagradable. El ruido de las llaves está siempre en mi cabeza, me parece que no me van a gustar durante una larga temporada. Pase lo que pase, es para avanzar mejor en todos los sentidos, en todas direcciones y defenderse contra el hambre, el calor, el frío, el dolor o la felicidad, contra la muerte para ser libre, para descubrir nuevos mundos, para ganar, para perder. Un juego. La vida es un juego. Juguemos.

Estoy haciendo aquí una buena cura de sueño, de diez a doce horas diarias; como algo más que antes, pero no engordo. Me siento como un animal enjaulado, no hay nada más horrible. Como mi futuro depende de la ley, de vosotros, no puedo hacer nada. Estoy muy contenta de haberos visto. Os quiero, sois mis padres y, aunque penséis lo contrario, no os olvido. Os quiero mucho.»

«Creo que lo peor que se puede hacer a una persona es encerrarla y aislarla de todo. Tengo la impresión de estar volviéndome loca y, cuando salga, odiaré todavía más a la sociedad. Es comprensión lo que falta. Estoy realmente harta de estar aquí. Siento tensos todos los nervios de mi cuerpo. Hace ya dieciséis días, dieciséis días de mis diecisiete años. Pienso mucho y tengo algunos proyectos para cuando salga; espero los aprobéis. No esperéis milagros, si no os importa, me quedaré en casa. ¡Siento todo tanto! Buenas vacaciones. »

Algunas semanas, que fueron muchos días, y pudo salir como menor porque era su primer delito, pero BAJO NUESTRA ENTERA RESPONSABILIDAD, es lo que se llama tutela. ¿Quién se dará algún día cuenta de lo que esto significa? Couka iba a empezar de nuevo, otra vez, era fatal. Y seguiría, era seguro.