El tiempo pasa, tiene diecisiete años.
A principios de agosto, llamada telefónica: «Señora, me gustaría hablar con usted en persona». Era la madre de André. Ni siquiera sabíamos que este muchacho tuviera una madre. Por casualidad, había encontrado una carta enviada a Couka con su apellido. Consultó la guía telefónica y nos llamó; lo que sabía sobre Couka era tan falso...
Couka le había contado que estaba sola, que era americana, que sus padres estaban en el extranjero y que la habían abandonado, que tenía dieciocho años.
—Señora, su hijo y mi hija se drogan, roban, etcétera.
Nosotros lo sabíamos. Me parece que protegió demasiado a su hijo; por ejemplo, le encontró una habitación, le adelantó dinero, ¿quizá pensaba que nuestra hija era una buena influencia para él? Nos hizo cambiar de opinión: estuvimos todo el fin de semana deliberando, para llegar a la conclusión de la Protección de Menores.
Pero era demasiado tarde.
De nuevo había que reaccionar, actuar; ¿por qué no entrar en contacto con los delincuentes? Sí, ¿por qué no? En cierto modo, ella se lo había buscado.
Demasiado tarde. Fue esa noche, la del domingo al lunes, cuando acabaron de llenar su maleta de «reservas». Escogieron el piso de una compañera del colegio de monjas, a donde Couka iba a menudo. Un hermoso piso. Rompieron una ventana, se dieron un baño, comieron a sus anchas y recogieron todo lo que pudieron. Era para marcharse a México, su sueño. Fuimos avisados el lunes por la tarde. Nos dirigimos a la comisaría y encontramos a nuestra hija en un estado realmente lamentable. Un desecho. A punto de entrar en una fase de crisis, puesto que no se había pinchado desde por la mañana. Nos miramos, no podíamos hablar. El muchacho estaba en un rincón. Habían hecho el inventario del bolso de Couka. Era muy bonito ese gran bolso, con llaves, navaja, jeringas, las famosas cucharillas ennegrecidas por debajo, mucho dinero; todo ello en un gran bolso colocado sobre la mesa del inspector. Había que levantar acta.
El dueño del apartamento, por casualidad, se había dado cuenta del robo y había avisado a la policía. Era cerca del cuartel general del grupo. Inmediatamente sospecharon. Los detuvieron una hora y media más tarde.
Pasó la noche en la comisaría. —Dígame, señora, su hija está atiborrada de heroína, ¿qué hacemos? —No sé.
Los llevaron a Fleury-Mérogis; para él, no era la primera vez, pero Couka era la única menor de toda la cárcel. Hubo que esperar cinco días para verla; encontrar un abogado. Al juez de menores le había explicado: «Mis padres tienen una "buena" situación, me sacarán de aquí». Lo confirmamos todo y esta mujer se mostró muy competente para activar su salida. El que hubiesen sido detenidos por robo con desperfectos y que, además, fuesen drogadictos, complicó un poco las cosas. Durante cinco días estuvimos blancos, estuvimos verdes, ¡era necesario tanto papeleo! La comisaría, aquí, allá. Me pareció poco «apropiado» apretar un botoncito blanco para poder entrar. Cada uno tiene su número, uno para un hijo, otro para el marido, el amante, el padre o el hermano. El nuestro era para la única menor de Fleury.
Lo que nos ponía enfermos era la obligación de entrar en ese recinto. Prisión es una palabra que me da miedo, es horrible: tu hija, su hija, porque ha robado a causa de su necesidad de droga. Para nosotros, no era tan «malo». Pero había que sacarla de esas cuatro paredes para que llegase hasta el final. Y, un día, nos encontramos detrás de un cristal, esperándola. Se abrió la puerta, la vimos. Couka sufrió un golpe terrible. No podíamos tocarla, no podíamos decir nada, ni un «¿cómo estás?» Se puso a gritar: «Perdón, perdón. No lo volveré a hacer... ¿Cuándo saldré de aquí?». ¡ En que estado se encontraba! ¡ En qué estado! Intentamos esconder el nuestro y ni siquiera pudimos abrazarla. Fue horrible, quizás una lección, pero, en cierto sentido, no se podía caer más bajo ni subir más alto en el sufrimiento. John y yo no dijimos una sola palabra al regresar. No sabíamos qué decir. Él tenía que ir a trabajar y ya eran las cuatro o las cinco. Lo que recuerdo es que rara vez, muy rara vez, le he visto llorar; sin embargo, ese día, cuando lo dejé en su despacho, sollozaba. Tuvo que andar, pensar, andar, liberarse. Tenía que estallar, quizás a causa de nuestro silencio.
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