Roland, mi marido, me ha reprochado a menudo el ser una madre demasiado posesiva, no haber sabido separarme nunca de nuestra hija. En mis relaciones con Nathalie, ha ocurrido lo contrario: no creo haber sido nunca ni una madre absorbente ni una madre ausente, puesto que no trabajaba.
Quisiera decir que todo el problema que plantea Nathalie procede del lugar que ocupó en mi vida personal en una época determinada.
Fue mi primera hija; me quedé embarazada de ella a los diecinueve años, soltera. En aquella época era inconcebible para mí la idea de abortar, no especialmente por razones morales o religiosas, sino porque estaba la familia, las reacciones de la sociedad. Era asimismo inconcebible que viviese sola con esta criatura: yo era todavía una niña, con una extraña historia detrás de mí, pero no era una mujer.
Cuando Nathalie empezó a plantear problemas, sus hermanas tenían cuatro y dos años, su hermano once, sus hermanastras catorce y medio y dieciséis; yo, treinta y dos. En la época de esta historia de posesión (yo era posesiva con Nathalie, según mi marido) contaba con seis niños.
Mi marido, que es psicoanalista, influye con su deformación profesional —¡ y qué poderosa puede ser!— en las relaciones familiares, como si pudiese ser el padre y el psicoanalista a la vez.
Cuando le conocí, él tenía veinticinco años, no estaba divorciado y tenía dos niñas, Chantal y Marie.
Digamos que su comportamiento de hombre con respecto a las mujeres, en cierto sentido, siempre ha sido ambiguo: que a los veinte años se deje embarazada a una mujer de veintiocho, es algo admisible, pero tener un segundo hijo con esta misma mujer viviendo en casa de los papas... Se casó por lo civil para complacer a sus padres.
Cuando anunció que se divorciaba de esta mujer histérica, supercelosa —no sin razones—, ella dijo: «Si te vas, no volverás a ver a tus hijas». Pero a los veintidós o veintitrés años eso no suponía un drama para él.
Nos conocimos, él muy seductor, médico, lo que para mí era muy importante; estaban también esas dos niñas de las que no tardó en hablarme. Comprendí más tarde que, inconscientemente, representaban a mi hermana y a mí abandonadas por papá a la edad de cuatro y dos años. Mi madre no se volvió a casar. Nos enamoramos en seguida: ¿quién se hubiese resistido a los diecinueve años a sus atenciones, a su inteligencia, a su seducción? Mi madre estaba al corriente; lo desaprobaba, pero no siempre se escuchan los consejos a esa edad.
Nos fuimos a Córcega y allí concebimos a Nathalie. Me di cuenta de que estaba embarazada justo cuando iba a volver a estudiar de nuevo en la Universidad.
Él reaccionó como toda mujer soñaría: tomó las riendas, repetía sin cesar lo maravilloso que le parecía, «no te preocupes, me divorciaré».
Le creí, me entregué en cuerpo y alma. Me dejé llevar, no tenía elección.
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