Se fueron a La Boere y allí, como Claire tenía un pequeño defecto: le gustaba pasear casi desnuda, con un sostén que apenas se veía y las braguitas (en fin, braguitas es mucho decir), le dijeron: «¿Quieres hacer el favor de tapar todo eso?» Y se acabó. Pero en casa, con tantos hombres, incluso mi marido (además, estaba muy bien hecha), yo pensaba que Serge se mostraría celoso. Ella se rió cuando se lo dije.
—Cuando uno se quiere, no existen los celos.
—Pues yo me siento celosa por ti.
Se escaparon de La Boére. Serge creía tener dinero, pero se lo habían robado. Ella llamó a su madre por teléfono.
—¿Puedes enviarme un giro?
—Sí, para el viaje de regreso.
—Si no es para dos, no hace falta que te molestes. —Si vuelves, vuelve sola.
—Para volver sola, me hubiese marchado sola. Serge nos telefoneó seguidamente y nos anunció su fuga.
—Claro que Claire está conmigo.
—No la dejes sola, es menor. No os dejéis coger por la poli. Tengo verdadero miedo de esa gente ahora. Lo arreglaremos; id a este sitio, son amigos.
—¡Oh, señora Rolin! Usted, siempre usted...
Mi miedo era Claire, que le ocurriese algo. Quería agradecerle algún día todo lo que había hecho, tener tiempo para ello, pero no lo he tenido.
Mis otros hijos, en cuanto supieron que Serge se drogaba, aceptaron ciegamente a Claire; uno le dejó su cama y durmió en el suelo. Para nosotros, ella era el salvador.
Serge ya lo había dicho: «Mamá, si hubiese acep-todo ciertas proposiciones, actualmente estaría archi-drogado y sería multimillonario».
Telefoneamos a nuestros amigos para explicar la situación y luego al Patriarca. ¡Cómo se puso!
—Dentro de cuatro días volverá a drogarse. ¡Qué sinvergüenza! ¡ Hacernos eso a nosotros!
—Se han marchado porque no tenían suficientes comodidades.
Claire me había dicho: «Me reprocharon el mimarle demasiado, porque ello le impedía esforzarse. Me dijeron asimismo que no lo besase tanto ni estuviese todo el día detrás de él como lo hago».
—Serge está celoso porque Claire sigue unos cursos
—dijo el Patriarca—, pero él no sabe lo que quiere, por lo tanto...
—Señor Lucien, se lo suplico —le dije cuando acabó su sermón—, vuelva a acogerlos, dígame lo que debo hacer; lo que sea, lo haré. Es la vida de Serge lo que está en peligro, y usted lo sabe.
—Eso es. Y la madre de Claire que me telefonea y me dice que envía a la policía porque he cobijado a una menor. Ya ve usted en el lío que me mete... Pero, en fin, si insiste tanto, los aceptaré de nuevo.
¡Qué alivio!
Nuestros amigos fueron a buscarles hasta la carretera. ¡ Estaban en un estado! ¡Mojados de la cabeza a los pies! Claire había atravesado un río profundo con Serge sobre sus hombros para que no se enfriase y se agravase su bronquitis. Pero ella se había caído y también había cogido frío. Nuestros amigos les dieron de comer y los acostaron. Les mimaron.
Telefoneamos entonces a los padres de Claire.
—No queremos saber nada. Tomen las decisiones que quieran. Queremos a nuestra hija, pero sin su hijo.
—Sólo queríamos que estuviesen tranquilos: Claire no dormirá a la intemperie, le han dado de comer y está en una cama caliente.
También yo estaba contenta, porque este amigo es el capitán Z., muy bien situado entre la policía. Era buena cosa para Serge.
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