En enero y febrero Nathalie trabaja en una panadería de pan biológico, que lleva un muchacho de veinticinco años. Un ambiente algo aparte, que toca levemente la droga. Triplica la cifra de ventas y el dueño piensa en hacerla partícipe de los beneficios, creando asimismo un lugar de reuniones ecológicas.
Pero pronto llevó la droga, que compartía con un amigo vendedor de la tienda de al lado.
Su padre me dijo: «¡Ha vuelto a empezar! Hay que alejarla de París». Encontró una comunidad más o menos panteísta, de protestantes fanáticos, que dirigían un hogar para jóvenes más o menos delincuentes, más o menos en dificultad. Nathalie se negó a enterrarse en los confines de Bretaña.
—Hay que hacer algo, esto va a acabar mal... Me la llevo a Villejuif para un tratamiento de tres días en casa de un compañero mío.
Nathalie se marchó con él y, tranquilamente, saltó del coche en el primer semáforo rojo.
Durante cuatro semanas ignoramos dónde vivía. Había dejado una carta de despedida, que recibí como una puñalada en el corazón. Ensalzaba en ella la droga y la primavera con ese lirismo que en ocasiones habita a los drogadictos: tenía la sensación de estar llena, de estar en plenitud en el amor. Había reflexionado profundamente: la droga sería la droga. Su vida, así como su muerte, sería la droga.
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