Un día, Nathalie —trece años— dejó bien a la vista, junto al teléfono, su cuaderno de apuntes. Lo hojeé y di un respingo: en el liceo había fumado; durante las vacaciones pasó al ácido, procurado por los discípulos de Maradh Ji. Todo ello ocurría en la playa de T. con un grupo mucho mayor, pero ella podía pasar fácilmente por una muchacha de quince o dieciséis años; estaba muy desarrollada físicamente.
Ni dramaticé ni di excesiva importancia al asunto; sin embargo, había leído bastantes libros más bien angustiosos al respecto, ante los cuales yo había reaccionado pensando: ¡qué experiencia! No el «porro», sino el ácido. Las descripciones eran fabulosas. Qué amplitud de miras debe de dar, pero yo no soy suficientemente libre, no estoy lo bastante segura de mí misma como para intentar la experiencia.
Hablamos con ella, intentamos hacerle ver que la vida no era eso: «¿Qué buscas? ¿Qué vas a encontrar?» Quizás hablamos demasiado, pero ella no podía sospechar que ni estábamos de acuerdo ni siquiera fascinados.
Jugó a la experimentada: «Yo he hecho cosas que tú jamás has hecho». Le gusta darse importancia.
—Hija mía, me haces gracia, quizá no he hecho grandes cosas en mi vida, pero no tenemos la misma edad y no se puede comparar lo que se hacía antes con lo que se hace ahora. Además, no me interesa.
Cuando tuve realmente miedo fue al descubrir que se había pinchado con heroína. Conocía las consecuencias de una sobredosis. Se perfilaba la muerte: ¿por qué la eventualidad de la muerte de mi hija me vuelve loca? ¿Por qué no la soporto?
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