Francis

Cuando el doctor X. se hizo cargo de él, mejoró un poco. Iba a visitarle y charlaba con él. En un momento en que estaba bastante mal, el doctor lo hizo hospitalizar en V. Fue Chantal quien lo llevó y, a la hora de cenar, cuando salía de su habitación, una muchacha le saltó encima. Lo pusieron con otros enfermos. Era muy desagradable, parece ser, pero él lo aceptó para curarse. Al cabo de ocho días tuvo que abandonar el hospital porque el enfermo cuyo lugar había ocupado volvía y no quedaban más plazas.

Francis trabajó un poco y seguidamente conseguí que entrase en la compañía de seguros donde yo trabajo. Pero tenía unos ataques espantosos por falta de droga. A media tarde me veía obligada a llevarle al médico para que le pusiese una inyección calmante. ¡No podía ser! Creo haberlo intentado todo por él, pero fue el doctor X. quien encontró la solución con La Boére.

Cuando Francis no ganaba dinero, recurría a mí. De todas formas, siempre necesitaba alguna que otra cosa. Todos los medios eran buenos para sacarme algún dinero. Hasta me robó: un anillo por el que yo sentía gran cariño. Primero pensé que lo había perdido, pero luego hablé con él sobre el tema. Negó primero para reconocer poco después: «Estas joyas me pertenecían, me las regalaron cuando era pequeño».

Efectivamente, tenía algunas cosas de oro, pero olvidaba las pulseras de su hermana y todo lo que me había cogido.

Su última ocurrencia fue espantosa: «Puesto que papá ha muerto, quiero mi herencia, vamos al notario porque quiero mi parte del piso».

Ni mi marido ni yo habíamos hecho testamento en favor del superviviente; tengo mis derechos, pero el resto pertenece a los chicos. No sé si fue ese día, pero en varias ocasiones nos amenazó con tirarse por la ventana. A Elisabeth y a mí nos resultaba muy difícil retenerle; o bien, se volvía violento, nunca contra su hermana o contra mí, pero, en cierta ocasión, rompió una mesa a puntapiés. ¡Tenía unos ataques que nos daban tanto miedo! ¡Tanto!

Un día llegó a mi oficina: «Mira, debo quinientos francos a unos truhanes. Si no los devuelvo antes de esta noche, me despellejan». Y cantidad de detalles. Una vez más, me dejé tomar el pelo, pero sólo le di doscientos francos.

Por la noche, llamada telefónica de Chantal: «Han atacado a Francis en el metro, tiene cinco cuchilladas en la espalda. Se lo han llevado al hospital, donde le han cosido, pero ya está fuera». Al día siguiente, empezaba a infectarse una de las heridas: unos pelos habían quedado dentro.

Acudieron a mí para que les diese dinero para invecciones de penicilina. ¡Hubiesen podido comprar tantas con todo el dinero que les di! Hubiera tenido que ser más dura, pero tenía una gran ansiedad: como ya había robado, si yo no le daba dinero, volvería a hacerlo. Y, para mí, lo peor de todo era que mi hijo fuese detenido como un vulgar ladrón. No siempre le daba lo que pedía, pero reconozco que le daba bastante.

Francis se comportó de forma extraña cuando recibió la orden de comparecencia, después del intento de robo a D.: decidió entregarse a la policía.

—Los inspectores que le buscan no están aquí en estos momentos, vuelva dentro de un rato.

Los esperó en un bar y seguidamente charló con ellos. Lo detuvieron porque él quiso. Su explicación: «De todas formas, me estaban buscando, hubiese sido una huida sin fin. Imposible».

Fue llevado a Fresnes, cuyo médico, precisamente primo de mi cuñada, no se dio a conocer a Francis y le ayudó como pudo, es decir, haciéndole admitir en la enfermería para que fuese algo mejor tratado. A Francis, cuando salió de allí, le hubiese gustado seguir viéndole. Pero, siendo médico de la prisión, no podía ocuparse de él como médico privado.

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