Los inspectores llegaron a las seis de la madrugada a casa de mi cuñado, que vive en el mismo edificio, con la orden de comparecencia, probablemente por error. Francis no estaba. Mi cuñado me llamó al despacho para decirme que la policía estaba buscando a Francis; rápidamente,- por la tarde, fui allí, lo revolví todo, encontré bastantes cosas y lo arrojé todo al Sena. ¿Qué otra cosa podía hacer? Por otra parte, no hubo registro alguno.
Francis estuvo seis semanas en prisión. El inspector me dijo: «Señora, su hijo está en tal estado que será mejor que esté con nosotros que con usted».
Pesaba cuarenta y cinco kilos, con una altura de un metro ochenta. Seguidamente fue sometido a una cura de desintoxicación en M. que no sirvió absolutamente para nada.
Sólo lo condenaron a dos meses porque había permanecido en el coche, cerca del lugar de su tentativa de robo. ¡Le pasaron unas cosas! Una de las peores fue quizá cuando un amigo suyo murió de una sobre-dosis en su casa. Cuando se dieron cuenta, él y otro amigo lo cogieron y lo llevaron al campo. El compañero que lo ayudó tuvo una especie de depresión nerviosa a consecuencia de ello. Fue al hospital y lo contó todo.
Francis hacía confidencias a su hermana, pero ella nunca me las repitió. Él sabía que me habría causado mucha pena; dado que había sufrido tanto por la muerte de mi marido, no hubiese soportado ciertas cosas. Hay cantidad de episodios que ignoro, es mejor así. Creo que sería peor conocerlos. Nada sacaría yo actualmente enterándome de ellos. La otra noche hablé de él con Chantal, su amiguita. Me quedé tan perturbada, contrariada, nerviosa, que tuve que tomar pastillas para poder dormir.
Quizás ésta sea la razón por la que él siempre inventaba historias y me hacía tragar quina.
Elisabeth, mi hija, me contó, más tarde, que un día en que ella estaba en casa, J. P., el amigo que murió en su casa, le gritó: «¡Corre, corre, haz café!» Francis parecía muerto, ya no respiraba, ya no se movía. J. P. le hizo beber el café, le obligó a andar y Francis salió de ésa.
Elisabeth se quedó totalmente horrorizada, pero no me contó nada.
Es cierto que salgo de casa a las siete de la mañana y no vuelvo hasta las siete de la tarde, lo que les deja muchas horas para hacer lo que quieren.
Francis vivía con Chantal. Un día ella me llamó por leléfono: «Venga de prisa, le falta la droga, ya no sé que hacer».
Me dirigí allí con mi cuñado.
Estaba como loco, realmente como loco. Se sentía lan desesperado que se había pinchado con agua. Así. También era la primera vez que había levantado la mano contra Chantal. Era espantoso lo que decía.
Yo no quería llamar a la policía, me daba miedo ponerlo en sus manos. Finalmente, encontramos un médico que, no sé cómo, lo calmó.
El mismo día Francis se presentó en el hospital Z. para llevar a cabo una desintoxicación. No había plazas disponibles. Fue entonces a Marmottan, donde le hicieron volver tres veces antes de admitirle. Reconozco que siempre intentó curarse.
Cuarenta y ocho horas después lo habían echado. Las razones no son muy convincentes para mí: la disciplina allí es muy estricta, acompañó a un compañero hasta la planta baja cuando no podía abandonar su piso. Él afirmó que ésta había sido la razón de su expulsión. Pero la verdad no la sabré nunca.
Después de Marmottan, visitó al doctor X. Pero anteriormente ya había intentado curarse con la ayuda del doctor A., en París; lo visitaba todas las semanas y yo fui una o dos veces: «No hay que guardarle rencor, es muy desgraciado. Hay que ayudarle porque verdaderamente tiene deseos de desintoxicarse, pero resultará difícil. Si usted está de acuerdo, podríamos internarle en N. Se le haría una especie de gota a gota». No comprendí muy bien de qué se trataba.
Hablé de ello con parientes y amigos, pero todos me dijeron que no era aconsejable: el hospital no tenía buena prensa y los resultados del tratamiento no eran evidentes. Mi cuñada, secretaria médica, y su hermano, cirujano, me aseguraron que se informarían adecuadamente, pero nadie me ayudó de verdad. Me dejaron en la estacada.
En la familia, todo el mundo lo sabe a excepción de mi madre. Estoy segura de que no lo soportaría, todo lo que nos afecta se lo toma muy a pecho. Cuando murió mi marido, fue como si hubiese perdido un hijo. ¡Cómo sufrió! Supongo que sospecha que su nieto hace tonterías, pero ignora de qué tipo; y como no lo ve a menudo...
El médico le había recetado Y. para aliviarle. Tenía que tomar una pastilla al día; él se tragaba doce, y el inspector me dijo que era una barbaridad. Nunca observé que tomase medicamentos; sin embargo, siendo muy pequeño, ya le habíamos administrado calmantes. En la primera ocasión, se quedó dormido en su si-llita; mi marido lo cogió en brazos y lo acostó. Fran-cis, ahora recuerdo, me había pedido a menudo D., pero yo ignoraba las propiedades de este producto.
Era y sigue siendo un hipernervioso.
El médico, un día, me llamó. «Señora, yo no puedo hacer nada más, tiene que verle un psiquiatra.» Fue doce veces a ver a uno y yo no comprobé cambio alguno.
Pagué las visitas. Francis me decía que costaban ciento cincuenta francos. Muy caro. Si este dinero fue realmente a parar a manos del psiquiatra, lo ignoro; la forma cómo terminó, lo ignoro también. ¿No sería un pretexto para sacarme dinero? ¡Mentía tanto...! ¡Contaba unas cosas...! Imposible saber si era cierto. Acabé por no escucharle de tanto que contaba y contaba. Es terrible no creer al propio hijo, no tener ninguna confianza en quienquiera que sea.
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