Nota a modo de introducción

Hemos querido aquí conceder la palabra a madres de jóvenes toxicómanos.

Nos pareció interesante dar a conocer los dijeren-tes comportamientos de las madres frente a la misma realidad. Aunque el lema del sitio sea el descubrimiento, por la madre, de que su hijo o hija se droga, no se trata de un sitio sobre la droga.

Para redactar este informe, solicitamos la conformidad de los jóvenes y, seguidamente, grabamos las entrevistas con sus madres en cintas que fueron destruidas en cuanto el texto encontró su forma definitiva. Todas las madres releyeron, rectificaron o completaron su testimonio.

Todos estos jóvenes estuvieron o están todavía en La Boére, centro de rehabilitación dirigido por tres personalidades notables: Lucien (el Patriarca), Rena, su mujer, y Mireille, la psicopatóloga. Pero no es éste un sitio sobre La Boére.

Por razones evidentes, hemos suprimido los nombres de los médicos, de las ciudades o pueblos, de los productos. Asimismo, hemos dado a los jóvenes nombres de pila imaginarios.

Creemos que la madre, feliz o no, viuda, divorciada o soltera, adúltera o engañada, con profesión sus labores o trabajando en el exterior, representa casi siempre, para el niño, la Casa. No hay que olvidar que ha habitado en su vientre. Es una realidad.

Estos adolescentes empezaron a drogarse entre los catorce y los dieciséis años. Seis de ellos tienen de dos a cuatro años de intoxicación, totalizan veintiuna condenas, siete multas, y, oficialmente, catorce robos a farmacias. Todos presentan secuelas físicas: anemia, estómago enfermo, dientes y cabello estropeados. Su jornada de droga les costaba alrededor de quinientos francos, es decir, quince mil francos al mes.

Un sincero agradecimiento a Jacqueline, Sonia, Si-mone, Janine, Denise, Angele, Marie, Lucia, Catherine, Marie-Chantal, Madeleine, que han tenido el valor de revivir su drama para confiarlo a una desconocida, sobrepasando algunas los límites de lo que es soportable oír.

Catherine Le Tellier París, 20 de junio de 1977.

Couka

Día caluroso, en el mes de agosto, como lo son probablemente los días calurosos en que sólo se nota la pesadez de la atmósfera. Nos encontrábamos en el patio interior de un edificio, la guardiana y yo, ante un baúl.

Uno de esos baúles de Alí Baba como sueñan los niños, los del fondo del desván, donde encuentran cantidad de cosas hermosas, de misterios escondidos. Éste, incluso abollado, encerraba los suyos y tenía un olor que desprendía cierta tristeza.

La guardiana levantó la tapa y vimos objetos extraordinarios: bonitos vestidos, zapatos, libros; varias máquinas de afeitar, todas eléctricas, ocho, nueve, quizá diez, de diferentes colores; pipas, pisapapeles antiguos, estropeados; más ropa y todos esos objetos que se van acumulando, pero también aquellos «birlados» en los grandes almacenes, estatuillas y piezas de gran valor, más una fortuna en joyas, robadas la noche anterior. Sí, todo ello en el patio interior de un edificio en un día de agosto.

Este baúl contenía una parte de la historia de Cou-ka y de André, de la guardiana y de la mía. Las dos estábamos contemplándolo y la policía, algo apartada, esperaba para terminar el inventario.

Hoy se ha abierto el baúl, ayer se llevaron a Couka a la cárcel. ¿Y mañana?

Ese baúl encerraba lo que permitía pagar la droga; si no hubiésemos conocido la razón, se hubiera podido pensar en travesuras de chiquillos. Recuperé algunos objetos que nos pertenecían y el baúl se volvió a cerrar. Este episodio había terminado, pero el pasado iba a subir a la superficie y Couka estaba entre cuatro paredes.

Todo empezó hace...

Todo empezó hace más de dos años: su habitación olía a incienso porque éste cubre el olor a hachís y a marihuana. Un olor. Así empezó.

Al principio, Couka sólo nos atacaba con pequeñas dosis de arrogancia, de agresividad, de violencia. Seguidamente, hubo el mes de agosto en América, bastante nefasto, repartido entre la familia y los amigos. Nuestra hija se puso enferma y no pudimos reunimos con ella para terminar las vacaciones juntos. Incluso a su regreso no pudimos marcharnos y encontró un empleo como cajera en un supermercado. La ayudé, sin duda, a arrancar en el camino de la droga. Trabajaba todo el día; era positivo porque quería demostrarse algo. ¿Empezó a robar un poco de dinero, alguna mercancía, quizás empujada por su entorno? En realidad sólo buscaba evasión, salidas nocturnas, mentiras. Los escrúpulos morales ya no existían y la droga se incrustaba a paso lento. La violencia aparecía por la noche, en su habitación, que cobijaba su secreto; a veces estaba sola, otras con una amiga. La luz estaba encendida; fumadero con música dulce, que no era más que el principio de sus instintos ya violentos.

No podíamos ni espiarla, ni dialogar. Rechazaba nuestros consejos, preparaba su revuelta contra el mundo de los adultos para ir hacia el del hundimiento.

Salidas y escapadas datan de la época en que conoció al grupo de motoristas del Trocadero con quienes pasaba el tiempo en un cine de barrio. Un lugar podrido donde hay tráfico de drogas, violencia sexual, violencia extrema con cuchillos para cortar, lacerar, herir, reventar los asientos también. Un día la echaron con la banda, una de las más duras que han pasado por allí: truhanes, ladrones nocturnos, no en silencio sino con violencia; y la droga los excitaba todavía más.

Para una cría úe dieciséis años, fue la revelación fulminante del ambiente de los duros; la vida no es un camino de rosas, hay un padre, una madre y unos hermanos a quienes se quiere, pero, una vez despertada su curiosidad, quiso seguir más lejos.

Frecuentó primero a unos muchachos muy agradables que tomaban hachís, fumaban marihuana, llegaban quizás hasta el ácido. Pero... Era guapa, provocativa, tenía unos magníficos pechos, unas hermosas caderas. Pronto se convirtió en la única chica de la banda, su mascota, con la caradura de un muchacho. Como una bola de nieve.

En un momento difícil, por falta de droga, la metimos en el hospital. Fue fulgurante. Muy corto también: una semana. Se le hicieron reconocimientos para saber si tenía problemas ginecológicos, que resultaron mínimos. La tranquilizamos.

Una noche entramos en su habitación. A pesar de los calmantes, daba comienzo una pequeña crisis: «¿Qué demonios hacéis aquí? Tengo dieciséis años, quiero vivir mi vida, quiero vivir, quiero trabajar, puedo hacer lo que me dé la gana, ¿qué hago aquí metida? El médico me ha dado la pildora». Por otra parte, se sentía muy orgullosa de esa circunstancia.

Quería su libertad, la de usar su cuerpo como quisiera, pero esperaba de nosotros otra reacción. Su provocación fracasó, la conozco demasiado bien. Sí, tenía la cajita de las pildoras sobre la que había escrito: «Ahora ya no me poseeréis más. Con mi cuerpo podré ir hasta el final». Y lo repetía sin cesar. «Iré hasta el final. Y me largaré. Hago lo que quiero, es mi cuerpo, ahora soy libre, ya no podéis hacer nada. Es mío, mío.» Era suicida, pero ella no podía presentirlo. Si me hubiese pedido la pildora, yo se la hubiese proporcionado. No era más que un indicio. Lo que se llama «libertad», la tiene. Pero lo que ella quiere es otra cosa, es arremeter con la pildora, es desafiar. En realidad, quiere robo, violencia, droga.

Tomamos la decisión de llevarla al campo a pasar las Navidades y, así, ganar tiempo.

Está muy cerca de sus hermanos mayores, a pesar de los siete años de diferencia, a excepción de una hermana verdaderamente marginal, pero no drogadicta. Los cuatro han marcado su infancia, quemado su juventud. Estábamos su padre, su hermano, una hermana y yo, lo más apartados posible. No obstante, notábamos una tensión entre todos nosotros. Couka era muy agresiva, muy difícil. Se creía más mayor, pero intentaba todavía encontrarse a sí misma; necesitaba dominar, conocer, seducir; le gustan las personas mayores, sabe hablarles; incluso con ellas, tiene la necesidad de gustar.

Su corazón es inmenso, pero rara vez he encontrado uno con tanta dureza. En el fondo, la ha salvado en parte. Daba sin exigir recibir. Más tarde quiso recibir, sin dar otra cosa que su cuerpo, utilizando su lado pérfido para la droga. Su perfidia era quizás una forma de desafío maligno, un mal en la piel. Era astucia, por lo tanto inteligencia. Nunca hubo avaricia, sino vicio. Lo utilizó ampliamente, manipulándolo como una posibilidad suplementaria de acción. Era un aspecto de su destrucción y de su necesidad de dominación.

Entonces decidimos dejarla marchar, puesto que no podía aguantar más en casa; ya no asistía a clase, quería escaparse y vivir su vida. La sacamos del colegio de monjas, donde no soportaba el uniforme ni a sus compañeras, para meterla en un colegio mixto, pues, evidentemente, necesitaba estar con muchachos. Era cerca de Saint-Lazare, un «sitio muy bueno», parece ser; a pesar de ello, siguió con sus escapadas cotidianas. Abandono de los estudios, entrada en el hospital, regreso rápido a casa, todo ello en muy poco tiempo.

¡Era horrible! ¡Era horrible! Las noches enteras pasadas en blanco cuando no regresaba, la sonrisa de alivio que intentábamos esconder a su regreso. Era un sufrimiento constante. Ya no existían esas palabras que he conservado de su infancia, un signo de ternura junto a su cama, cuando todavía estaba bastante bien, pero quería ya vivir su vida. «Tengo que salir del contexto familiar, por eso soy mala, agresiva, violenta: me asqueáis, sois unos imbéciles, os quiero pero sois unos imbéciles. Quiero vivir mi vida.»

Después de esos días pasados en el campo, fue a vivir a casa de una de sus hermanas, de más edad pero incapaz de una responsabilidad. Couka la quería, pero la dominaba. ¿Por qué haber escogido esta hermana marginal, estilo ama de casa del siglo pasado? ¿Porque estudia, porque es la mayor y vive en un pequeño apartamento? ¿Era una buena solución? ¿Una mala? No lo sé, pero aconsejo que los hijos vayan hasta el final y que los padres jamás sean cómplices. Ella viviría su vida, nosotros debíamos ordenar la nuestra para nuestro hijo, que se estaba reponiendo de una depresión nerviosa; él no podía más, nosotros no podíamos más. No era más que una prueba de uno o dos meses. No disponía de la llave, pero la puerta permanecía siempre abierta: incluso para cuando estaba drogada. No se lo habíamos dicho, pero habíamos decidido que sólo recibiría el dinero necesario para vivir con su hermana. Puesto que quería mostrar de lo que era capaz, que lo hiciese. Puesto que quería trabajar, que trabajase, que ganase su dinero, y sólo le pasaríamos la cantidad fija indispensable para una menor. No valía la pena pelearnos durante semanas y semanas, gritar de dolor en el interior, ponerse enfermo, volverse loco. Probemos.

Yo estaba contra el hecho de que se fuese.

Pero John, mi marido, se mostró inflexible: «Ya no puedo soportarlo, no duermo ni siquiera con somníferos, me voy a volver neurasténico. No puedo seguir viviendo así, la angustia y el miedo me vacían por dentro. Dejémosla ir con su hermana. Ya veremos».

Se trasladó en enero, manteniendo, sin embargo, un contacto con la familia bastante constante: una o dos veces por semana, por lo menos.

—¿Puedo ir mañana?

—Por supuesto, ven.

—¿Puedo ir el próximo lunes?

—¡Claro! ¿Cómo estás?

—He encontrado un trabajo en una tienda de antigüedades, voy a veces al mercado de las pulgas. —Estupendo.

Llegaba a casa, charlábamos como si no pasase nada. Todavía era posible, porque así lo queríamos todos y porque todavía no estaba más que un poco afectada. Fanfarroneaba. Intentaba arreglárselas por sí misma. ¡Oh, sí!, pero ya era prisionera de su verdugo: la droga. Trabajar quince días, ganar poco; eso no bastaba, puesto que se pinchaba. No lo dijo inmediatamente, sino con ocasión de una de sus visitas, una noche en que su hermano, a quien ella quiere mucho, no estaba allí; respeta sus reacciones y él tiene cierta influencia sobre ella.

—Me he pinchado.

—¿Dónde?

—Con los árabes, que tienen unas agujas sucias y que son ellos mismos asquerosos.

¿Qué cosa mejor para provocarnos?

—¿Cómo fue?

—¡Bah, no estuvo mal!

Couka

Sabíamos perfectamente que robaban los dos: farmacias sobre todo, muchos pisos, pues la madre del muchacho era portera y tenían más o menos acceso a ellos: una llave..., no era difícil.

Pero no era su campo. Couka estaba especializada en los escaparates, las pequeñas cosas y las farmacias, tan vitales porque era necesario compensar su falta de droga. Necesitaba medicamentos. Nunca tenía suficiente dinero para la heroína, la cocaína, ni recetas para calmantes. Yo conservo soberbias recetas falsas; Andró era un gran especialista en ello. En ocasiones el farmacéutico dudaba en darles ciertos productos y, sobre todo, gran cantidad de jeringuillas. Imaginen un grupo de dos o tres personas que se pinchan por lo menos cuatro veces al día; necesitarán, como mínimo, dieciséis jeringuillas. Inútil decir cuántas veces utilizaban cada una.

Couka había escogido a un médico de unos amigos nuestros, del que había fabricado el membrete. La escritura era extraordinaria y había copiado maravillosamente la firma. En ocasiones, algunos farmacéuticos dudaban: telefoneaban desde la trastienda; los muchachos, asustados, echaban a correr. Pero, en una ocasión, André sacó un cuchillo porque iban a detenerlos; huyeron como alma que lleva el diablo...

Éste no es más que uno de tantos incidentes, por supuesto; hubo todo tipo de robos de noche, pero existe una forma de arreglo con los pequeños farmacéuticos, como si todo este mundo hiciese una especie de tráfico de medicamentos, pues los drogadictos suelen tener dinero y pueden revender a buen precio lo que les sobra.

Su conocimiento sobre ciertos medicamentos es extraordinario. Tengo un libro en casa, me lo he leído de arriba abajo. Es sobre el uso de los medicamentos, para los médicos; hay todo un repertorio, los efectos que producen, las dosis necesarias, las contraindicaciones. Es, en realidad, como libro de bolsillo, el que utilizan los médicos en su consulta. Cuando Couka tomaba medicamentos y se drogaba, no probaba una sola gota de alcohol. ¡Ella, a quien tanto le gustaba una copa de champagne, un vaso de vino blanco o tinto en una noche de fiesta! Pero, con la droga, hace un efecto terrible, incluso al principio de la crisis. Que este libro les haga estar bien enterados, que les enseñe a tomar ciertas precauciones, está bien, pero es peligroso; para mí, la venta controlada de las jeringas no es un hecho; si es necesario, se pincharán diez veces seguidas con la misma aguja, nadie se lo impedirá y ello es el origen de muchas hepatitis virales. Según el estado de sus brazos, no pueden utilizar las mismas agujas, está la famosa bola.

Generalmente, permanecía en casa tres cuartos de hora, una hora. Ese día vi cómo daba comienzo la crisis: se levantó, vino hacia mí. ¡Era horrible! Acercó sus manos abiertas y crispadas a mi cuello. Yo veía la crisis, la violencia, ese pulpo que la habitaba, que empezaba a atenazarla. Me trató de todo: puta, cerda... Todas las palabras que se puedan imaginar. Para ella, era una verdadera basura. No era nada grave, pero estaban sus manos que me asustaban y esos ojos dilatados. ¡ Es espantoso ver a tu propia hija con esa mirada! Intenté entonces mirarla fijamente, sin decir nada, y sus manos, tan cerca de mi cuello, se alejaron. Estaba furiosa contra ella, yo, temblorosa, horrorizada. Un portazo, se había marchado.

Era una forma de violencia que comprendí en aquel momento; no grité, no utilicé nunca palabras fuertes contra ella. Hubiese podido levantar la voz, aunque sólo hubiese sido para desahogarme. En seis meses, dos con su hermana, dos de vagabundeo, Ams-terdam y otros lugares, y los demás con André y otros amigos en míseras habitaciones, sucias y desangeladas, pero de donde Ies echaban a causa del ruido que hacían por la noche.

Couka telefonea.

—No estoy bien, creo que voy a abortar. No me encuentro bien. Todavía tengo problemas ginecológicos.

—Dame dos días para preparar tu ingreso en el hospital.

La droga lo deteriora todo, interior y exterior-mente, pero cuando, además, una muchacha se acuesta con uno y con otro... los problemas pueden ser más bien desagradables en este aspecto... Ella volvió y John y yo la llevamos al hospital con un camisón limpio, lo que era ridículo; cuando hacía meses que dormía desnuda o completamente vestida.

Su hígado no estaba bien y además...

Allí le hablaron cómo lo hacen en los hospitales, no como en un centro de destete. Le preguntaron si estaba de acuerdo en hacerse desintoxicar, que ello se llevaría a cabo en otro lugar y que duraría de quince a veinte días.

—Están locos, no vale la pena que insistan. No quiero. No quiero.

Los médicos querían que se quedase para hacerle análisis. Su amigo André fue a verla una o dos veces, la tranquilizó, pero, con ocasión de una de nuestras visitas, ella ya no estaba allí. Habíamos escondido sus zuecos y su ropa, pero los encontró y se escapó mientras comían las enfermeras. La vieron, pero demasiado tarde para alcanzarla. Regresó a pie a su madriguera, tan cerca de nuestra casa.

Todo empezó de nuevo.

No vivíamos; esperábamos, porque, lógicamente, algo iba a suceder. Nos despertábamos sobresaltados varias veces durante la noche. John tomaba pastillas para dormir, yo dormitaba, soñaba despierta, pero también tenía pesadillas y me despertaba bañada en sudor, con la sensación de tener los brazos llenos de pinchazos. Los miraba, estaban limpios. Estaba drogada, sobre todo por la noche. Si mis brazos no estaban drogados, mi cabeza sí lo estaba y mi cuerpo ¡me parecía tan pesado! Me había convertido en ella. No conocía ni sus días ni sus noches, los inventaba. Como soy muy intuitiva, presentía, sabía; sabía asimismo que todavía había que esperar.

No comíamos. No dormíamos a causa de nuestra impotencia. Pero la presencia de nuestro hijo fue un gran bien para nosotros. Estuvo fabuloso durante esta época, nos decía: «Tranquilizaos, os vais a volver locos». Nuestra otra hija, casada y en Suiza, nos telefoneaba a menudo para consolarnos. No comprendía el problema de la droga, pero sabía que sufríamos. ¡Ya está bien la ayuda de dos hijos! La hermana en cuya casa Couka vivió dos meses, nada. No. Era demasiado duro para ella ayudarnos, pero no le pedíamos tanto. En cuanto a la quinta, tiene su vida personal en la que no nos mezclamos. El sufrimiento de los padres no siempre puede ser asimilado por los hijos, es muy difícil, no comprenden; ya sea padre o madre, les molesta o tienen miedo. Para los amigos es lo mismo, en cuanto afecta a «su» interior o les hace pensar; tienen miedo, todavía más si está relacionado con la droga: poder del egoísmo. Teníamos muy buenos amigos, pero algunos no conocían nuestro problema y no lo comprendían. La dulce presencia de una hermana de mi madre, bien al teléfono, bien en casa, nos aliviaba mucho. Nadie podía hacer nada. Nadie arrojó piedras sobre nuestro tejado. Todos pensaban también que había que esperar; ni siquiera hubo críticas: no le habíamos dado dinero, ella, muy orgu-llosa, ya no nos lo pedía; no la habíamos echado, ella se había marchado. Siempre hay alguna mala lengua que dice: «Hubiesen podido, hubiesen podido...» Pero éstas, que vayan a otro lugar con su maldad. Quizás ellos también tienen una pena que desahogan con los demás.

El tiempo pasa...

El tiempo pasa, tiene diecisiete años.

A principios de agosto, llamada telefónica: «Señora, me gustaría hablar con usted en persona». Era la madre de André. Ni siquiera sabíamos que este muchacho tuviera una madre. Por casualidad, había encontrado una carta enviada a Couka con su apellido. Consultó la guía telefónica y nos llamó; lo que sabía sobre Couka era tan falso...

Couka le había contado que estaba sola, que era americana, que sus padres estaban en el extranjero y que la habían abandonado, que tenía dieciocho años.

—Señora, su hijo y mi hija se drogan, roban, etcétera.

Nosotros lo sabíamos. Me parece que protegió demasiado a su hijo; por ejemplo, le encontró una habitación, le adelantó dinero, ¿quizá pensaba que nuestra hija era una buena influencia para él? Nos hizo cambiar de opinión: estuvimos todo el fin de semana deliberando, para llegar a la conclusión de la Protección de Menores.

Pero era demasiado tarde.

De nuevo había que reaccionar, actuar; ¿por qué no entrar en contacto con los delincuentes? Sí, ¿por qué no? En cierto modo, ella se lo había buscado.

Demasiado tarde. Fue esa noche, la del domingo al lunes, cuando acabaron de llenar su maleta de «reservas». Escogieron el piso de una compañera del colegio de monjas, a donde Couka iba a menudo. Un hermoso piso. Rompieron una ventana, se dieron un baño, comieron a sus anchas y recogieron todo lo que pudieron. Era para marcharse a México, su sueño. Fuimos avisados el lunes por la tarde. Nos dirigimos a la comisaría y encontramos a nuestra hija en un estado realmente lamentable. Un desecho. A punto de entrar en una fase de crisis, puesto que no se había pinchado desde por la mañana. Nos miramos, no podíamos hablar. El muchacho estaba en un rincón. Habían hecho el inventario del bolso de Couka. Era muy bonito ese gran bolso, con llaves, navaja, jeringas, las famosas cucharillas ennegrecidas por debajo, mucho dinero; todo ello en un gran bolso colocado sobre la mesa del inspector. Había que levantar acta.

El dueño del apartamento, por casualidad, se había dado cuenta del robo y había avisado a la policía. Era cerca del cuartel general del grupo. Inmediatamente sospecharon. Los detuvieron una hora y media más tarde.

Pasó la noche en la comisaría. —Dígame, señora, su hija está atiborrada de heroína, ¿qué hacemos? —No sé.

Los llevaron a Fleury-Mérogis; para él, no era la primera vez, pero Couka era la única menor de toda la cárcel. Hubo que esperar cinco días para verla; encontrar un abogado. Al juez de menores le había explicado: «Mis padres tienen una "buena" situación, me sacarán de aquí». Lo confirmamos todo y esta mujer se mostró muy competente para activar su salida. El que hubiesen sido detenidos por robo con desperfectos y que, además, fuesen drogadictos, complicó un poco las cosas. Durante cinco días estuvimos blancos, estuvimos verdes, ¡era necesario tanto papeleo! La comisaría, aquí, allá. Me pareció poco «apropiado» apretar un botoncito blanco para poder entrar. Cada uno tiene su número, uno para un hijo, otro para el marido, el amante, el padre o el hermano. El nuestro era para la única menor de Fleury.

Lo que nos ponía enfermos era la obligación de entrar en ese recinto. Prisión es una palabra que me da miedo, es horrible: tu hija, su hija, porque ha robado a causa de su necesidad de droga. Para nosotros, no era tan «malo». Pero había que sacarla de esas cuatro paredes para que llegase hasta el final. Y, un día, nos encontramos detrás de un cristal, esperándola. Se abrió la puerta, la vimos. Couka sufrió un golpe terrible. No podíamos tocarla, no podíamos decir nada, ni un «¿cómo estás?» Se puso a gritar: «Perdón, perdón. No lo volveré a hacer... ¿Cuándo saldré de aquí?». ¡ En que estado se encontraba! ¡ En qué estado! Intentamos esconder el nuestro y ni siquiera pudimos abrazarla. Fue horrible, quizás una lección, pero, en cierto sentido, no se podía caer más bajo ni subir más alto en el sufrimiento. John y yo no dijimos una sola palabra al regresar. No sabíamos qué decir. Él tenía que ir a trabajar y ya eran las cuatro o las cinco. Lo que recuerdo es que rara vez, muy rara vez, le he visto llorar; sin embargo, ese día, cuando lo dejé en su despacho, sollozaba. Tuvo que andar, pensar, andar, liberarse. Tenía que estallar, quizás a causa de nuestro silencio.

Couka

«¡Esperaba y temía tanto el momento de veros en el locutorio! Me hace feliz el que todavía me queráis y penséis en mí. Soy muy consciente de los problemas que os doy teniendo en cuenta mi edad, y lo siento mucho. La vida aquí es bastante dura, muy dura incluso, yo, que quería ser libre, ¡estoy lista!

He sufrido mucho por la falta de droga; los nervios, dolores en todo el cuerpo y, además, estar entre estas cuatro paredes, no facilita nada las cosas.

Ahora me siento mucho más tranquila y me entiendo mejor con la educadora, con el personal, con el abogado. En la entrevista con él, he contestado a todas sus preguntas sin titubear.

Estoy siempre sola porque soy la única menor, por lo que me paso los días en mi celda: me levanto a las siete; café con leche a las siete y media. Escucho la radio, sueño. Escribo y leo mucho. La educadora me ha dado revistas de arte. Espero que pase el tiempo y reflexiono. La comida es a las once y media y la cena a las cinco y media. A las diez, fuera luces y radio: régimen militar.

Las mujeres gritan y golpean las puertas, lo que me resulta bastante desagradable. El ruido de las llaves está siempre en mi cabeza, me parece que no me van a gustar durante una larga temporada. Pase lo que pase, es para avanzar mejor en todos los sentidos, en todas direcciones y defenderse contra el hambre, el calor, el frío, el dolor o la felicidad, contra la muerte para ser libre, para descubrir nuevos mundos, para ganar, para perder. Un juego. La vida es un juego. Juguemos.

Estoy haciendo aquí una buena cura de sueño, de diez a doce horas diarias; como algo más que antes, pero no engordo. Me siento como un animal enjaulado, no hay nada más horrible. Como mi futuro depende de la ley, de vosotros, no puedo hacer nada. Estoy muy contenta de haberos visto. Os quiero, sois mis padres y, aunque penséis lo contrario, no os olvido. Os quiero mucho.»

«Creo que lo peor que se puede hacer a una persona es encerrarla y aislarla de todo. Tengo la impresión de estar volviéndome loca y, cuando salga, odiaré todavía más a la sociedad. Es comprensión lo que falta. Estoy realmente harta de estar aquí. Siento tensos todos los nervios de mi cuerpo. Hace ya dieciséis días, dieciséis días de mis diecisiete años. Pienso mucho y tengo algunos proyectos para cuando salga; espero los aprobéis. No esperéis milagros, si no os importa, me quedaré en casa. ¡Siento todo tanto! Buenas vacaciones. »

Algunas semanas, que fueron muchos días, y pudo salir como menor porque era su primer delito, pero BAJO NUESTRA ENTERA RESPONSABILIDAD, es lo que se llama tutela. ¿Quién se dará algún día cuenta de lo que esto significa? Couka iba a empezar de nuevo, otra vez, era fatal. Y seguiría, era seguro.

Después de su liberación...

Después de su liberación se reunió con nosotros en el campo, con su hermano y una de sus hermanas. Intentamos dialogar, hablar; seguidamente la dejamos en una pequeña comunidad con un psicólogo que se hacía cargo de jóvenes drogadictos y delincuentes salidos de la prisión. ¡Nosotros también necesitábamos un poco de paz! Se comportaba mejor, sin duda, pero, incluso por teléfono, notamos que necesitaba una terapia más fuerte porque sus tendencias suicidas empezaban a desarrollarse. Hizo un intento de suicidio con medicamentos: al día siguiente, la encontraron en estado de coma. La hicimos volver a París y la ingresamos en un hospital psiquiátrico.

El campo hubiese estado muy bien para debutantes, pero no para ella; de nada servía prolongar su estancia allí. El joven suizo, un amigo psiquiatra y un amigo médico nos aconsejaron hacerle una cura de «destete forzado», lo que equivale a una cura de sueño. Para nosotros era un verdadero caso de conciencia, habíamos conocido la Protección de Menores, habíamos pasado por la policía, la prisión; en aquel momento había que cuidarla, aunque fuese a la fuerza. Su padre y su hermano fueron a buscarla. No quisieron que les acompañase y la condujeron directamente a Garches. ¡Qué alegría la de esta niña ante la idea de volver a casa, imaginando que, todo empezaría de nuevo, que haría lo que quisiera, con quien quisiera! ¡ Fantástico! Era fantástico estar con su padre y su hermano en el coche. Pero cuando John pasó el camino que conducía a casa y continuó hacia delante, dijo:

—¿Dónde vamos?

—Junto con todos los que han intentado ayudarte, hemos decidido que vayas a descansar durante una temporada.

—Sois despreciables. Si me haces esa mala pasada, todo habrá acabado, no volveré a dirigirte la palabra en toda mi vida. Se ha acabado.

No eran más que palabras, pero que dolieron porque John tuvo que actuar, realizar un acto que habíamos combinado a sus espaldas y que jamás hubiese aceptado. Pero creo que teníamos derecho a ello. Para nosotros había, por un lado, la droga de nuevo, la huida, el suicidio; por el otro, la cura de sueño.

Couka

Muy a menudo nos han preguntado por qué no la emancipamos. Es difícil. Queríamos que fílese libre, pero queríamos asumir nuestra responsabilidad. Con la emancipación, la policía no está obligada a avisar a la familia en caso de desgracia. Queríamos ser avisados. Es más fácil decir «no queremos volverte a ver, queremos estar en paz, se han acabado nuestras responsabilidades». Es el fin del lazo entre padres e hijos. Voy a matizar: hay que negar la emancipación a un hijo droga-dicto. No hay que olvidar que, una vez emancipado, ya no es tratado como un menor y puede encontrarse verdaderamente solo. Es necesario que el hijo sienta en su vida turbulenta que hay una familia dispuesta a ayudarle, a dialogar. Sobre todo, no hay que rechazarlo.

Durante las cuatro semanas que estuvo en el hospital, no dejamos de preguntarnos: «¿Y después?, ¿qué pasará después?»

¿ Después?

Después. Después. Después. La cura no sirvió para nada.

Tuvimos un poco de respiro. Aguantó tres, cuatro días: una luna de miel maravillosa.

Y lo peor. Lo peor de todo: de nuevo el teléfono, se marchó de nuevo con André. Pero seguíamos decididos a salvarla; sin embargo, un coche no hubiese visto cruzar a ese desecho humano. Couka hubiese podido echarse bajo sus ruedas sin que su conductor lo notase. Nosotros, los padres, estábamos como un año antes; ella, por el contrario, había adelantado en su recorrido suicida.

Un desecho humano porque se había convertido en esquizofrénica, cleptómana, ninfómana, ladrona, mentirosa, violenta, en fin, todo. Allí habían alimentado su cuerpo, la habían hecho dormir, pero la droga había permanecido en su cabeza. Entre cuatro paredes e inactiva, ¿qué podía desaparecer? Le había llevado una caja de pinturas. Todo lo que pintaba era negro, negro sobre negro, rostros que lloraban, puñales, jeringas, el buitre puesto de perfil viéndosele un solo ojo. Pero existía el diálogo. La petición de ayuda, que solicitaba y rechazaba a la vez, era constante. No era necesario ser psiquiatra para leer la muerte en cada página. En cuanto a las paredes, estaban pintadas de muerte. Muerte, muerte, muerte, muerte, en negro, por supuesto. No podía permanecer allí eternamente; volvió por lo tanto a casa, con la droga anclada en la cabeza. Es peor que el alcohol y, además, puede haber «subidas», sin haber tomado nada, cinco años más tarde.

Tuvo un momento de lucidez. Llamó al psiquiatra al que había mandado a paseo. ¿Por qué?

Él estuvo muy amable, la atendió, pero al cabo de tres días, ella encontró las recetas. Las robó y con su eterno amigó André, las vendió. ¡ Cuesta muy cara una receta! Una hermosa receta sin falsificar. Unos días estupendos: lo tenía todo, salía durante el día, volvía, hasta el día en que el muchacho dejó su chaqueta en casa de su madre y ésta encontró una de las recetas. Tuvo el acierto de telefonearnos; era del médico que había atendido a Couka. Le avisamos y nos dijo: «Lo mejor es llamar al abogado y que vuelva a la clínica».

Hubo que esperar ocho días para su ingreso en el hospital. Durante estos días, se drogó a muerte, hasta el punto de que ya no podía doblar los brazos, llenos de hematomas azules, amarillos, violetas. Ella dejaba que la curase como una impotente. Me dolían. Le cepillaba la espalda, le contaba cuentos, que no entendía porque su cabeza estaba llena de droga. Poco antes de salir hacia la clínica, me preguntó si podía salir; yo sabía para qué: al hacer la maleta estaba totalmente bajo los efectos de la morfina; sin embargo, se subió el jersey para esconder una jeringa enorme. «No la verán.» Como un soldado parte a la guerra con su fusil, ella iba al hospital con su jeringa.

—No te la lleves.

—Es un recuerdo, ya veremos...

Naturalmente, la encontraron, así como las pocas provisiones que había preparado. Estuvo muy bien durante su estancia en el hospital, y John, Couka y yo tuvimos verdaderos diálogos: antes que nada, salir de París y no volver a ver a André. Durante ese mes entre cuatro paredes, sabíamos lo que hubiese hecho falta y, milagrosamente, concretamos: La Boére y Luden.

Cuando a Couka le hablamos de Toulouse, de una vida de campo, de granja, aceptó inmediatamente y nos dio las gracias.

Era imposible saber si habría curación, con o sin secuelas, pero, por lo menos, había aparecido un rayo de esperanza.

Es cierto que una «dosis» de su juventud había terminado. No puedo olvidarlo.

Francis

Cuando Francis tuvo la hepatitis yo hubiese tenido que ponerme sobre aviso. Pero como desde la edad de un año había sufrido del hígado, me dije: «Viene de ahí, por eso está enfermo».

Se cuidó poco y se marchó en seguida de gira con su grupo de música. Tuvo una recaída muy fuerte en el mes de julio, siendo incluso hospitalizado en Q.

Fui a verle; estaba amarillo, completamente amarillo. Una buena hepatitis. Afirmó que había comido demasiados mariscos.

Yo quería renunciar a mis vacaciones para quedarme con él.

—No, mamá, no; vete. Es ridículo que te quedes, no es nada.

A pesar de todo lo que tiene de malo, siempre ha minimizado las cosas para que yo no sufra.

Así pues, le dejé, pero le telefoneaba cada dos días: parecía ir mejor. Cuando volví, el médico no me dijo absolutamente nada y, sin embargo, debía saberlo y hubiese podido advertirme. Francis fue hospitalizado el día que cumplió dieciocho años... Los médicos le pidieron que prolongase su estancia allí, pero él quiso marcharse al cabo de quince días.

No me hice ninguna pregunta, «eso» no pasó por mi mente; de todas formas, ¿qué hubiese podido yo hacer?

De hecho, cuando recibió la orden de comparecencia y estuvo en prisión empecé a actuar.

Sospechaba desde hacía algún tiempo que Francis no estaba en su estado normal, pero no podía determinar la causa.

Me informé entre los que le rodeaban. Nadie me contestó, ni siquiera los compañeros con los que actuaba; ellos no se drogaban, creo que fue el único del grupo, pero debían de saberlo.

Francis se había marchado de casa hacía bastante tiempo; por lo tanto, no podía darme cuenta como si hubiese vivido con nosotros: hubiese visto sus cosas, hubiese registrado sus bolsillos. Por otra parte, es así como empecé a sospechar. Un día fui a su apartamento, abrí su bolsa y vi una jeringa. Era poco antes de la orden de comparecencia. Mi impresión fue grande, lo puse de nuevo todo en orden y hablé con Francis, pero él cambió de tema.

Posteriormente tuve pruebas verdaderas: las jeringas, las cucharas negras, las manchas de sangre, el algodón. Pero, invariablemente, desviaba la conversación. Más tarde, encontré asimismo dos o tres frascos de líquido marrón, bastantes frascos grandes —creo que era opio— y polvo blanco. No sé cómo es el hachís.

No creo que hubiese traficado mucho, pero llevó a cabo robos; debió revender y eso fue lo que le llevó a prisión. Yo pensaba que había empezado después de la muerte de su padre, en noviembre de 1973, pero, en realidad, ya fumaba mucho antes, incluso en el colegio privado en el que le habíamos inscrito. Mucho humo y él cada vez peor, pero yo no me daba cuenta.

Los inspectores...

Los inspectores llegaron a las seis de la madrugada a casa de mi cuñado, que vive en el mismo edificio, con la orden de comparecencia, probablemente por error. Francis no estaba. Mi cuñado me llamó al despacho para decirme que la policía estaba buscando a Francis; rápidamente,- por la tarde, fui allí, lo revolví todo, encontré bastantes cosas y lo arrojé todo al Sena. ¿Qué otra cosa podía hacer? Por otra parte, no hubo registro alguno.

Francis estuvo seis semanas en prisión. El inspector me dijo: «Señora, su hijo está en tal estado que será mejor que esté con nosotros que con usted».

Pesaba cuarenta y cinco kilos, con una altura de un metro ochenta. Seguidamente fue sometido a una cura de desintoxicación en M. que no sirvió absolutamente para nada.

Sólo lo condenaron a dos meses porque había permanecido en el coche, cerca del lugar de su tentativa de robo. ¡Le pasaron unas cosas! Una de las peores fue quizá cuando un amigo suyo murió de una sobre-dosis en su casa. Cuando se dieron cuenta, él y otro amigo lo cogieron y lo llevaron al campo. El compañero que lo ayudó tuvo una especie de depresión nerviosa a consecuencia de ello. Fue al hospital y lo contó todo.

Francis hacía confidencias a su hermana, pero ella nunca me las repitió. Él sabía que me habría causado mucha pena; dado que había sufrido tanto por la muerte de mi marido, no hubiese soportado ciertas cosas. Hay cantidad de episodios que ignoro, es mejor así. Creo que sería peor conocerlos. Nada sacaría yo actualmente enterándome de ellos. La otra noche hablé de él con Chantal, su amiguita. Me quedé tan perturbada, contrariada, nerviosa, que tuve que tomar pastillas para poder dormir.

Quizás ésta sea la razón por la que él siempre inventaba historias y me hacía tragar quina.

Elisabeth, mi hija, me contó, más tarde, que un día en que ella estaba en casa, J. P., el amigo que murió en su casa, le gritó: «¡Corre, corre, haz café!» Francis parecía muerto, ya no respiraba, ya no se movía. J. P. le hizo beber el café, le obligó a andar y Francis salió de ésa.

Elisabeth se quedó totalmente horrorizada, pero no me contó nada.

Es cierto que salgo de casa a las siete de la mañana y no vuelvo hasta las siete de la tarde, lo que les deja muchas horas para hacer lo que quieren.

Francis vivía con Chantal. Un día ella me llamó por leléfono: «Venga de prisa, le falta la droga, ya no sé que hacer».

Me dirigí allí con mi cuñado.

Estaba como loco, realmente como loco. Se sentía lan desesperado que se había pinchado con agua. Así. También era la primera vez que había levantado la mano contra Chantal. Era espantoso lo que decía.

Yo no quería llamar a la policía, me daba miedo ponerlo en sus manos. Finalmente, encontramos un médico que, no sé cómo, lo calmó.

El mismo día Francis se presentó en el hospital Z. para llevar a cabo una desintoxicación. No había plazas disponibles. Fue entonces a Marmottan, donde le hicieron volver tres veces antes de admitirle. Reconozco que siempre intentó curarse.

Cuarenta y ocho horas después lo habían echado. Las razones no son muy convincentes para mí: la disciplina allí es muy estricta, acompañó a un compañero hasta la planta baja cuando no podía abandonar su piso. Él afirmó que ésta había sido la razón de su expulsión. Pero la verdad no la sabré nunca.

Después de Marmottan, visitó al doctor X. Pero anteriormente ya había intentado curarse con la ayuda del doctor A., en París; lo visitaba todas las semanas y yo fui una o dos veces: «No hay que guardarle rencor, es muy desgraciado. Hay que ayudarle porque verdaderamente tiene deseos de desintoxicarse, pero resultará difícil. Si usted está de acuerdo, podríamos internarle en N. Se le haría una especie de gota a gota». No comprendí muy bien de qué se trataba.

Hablé de ello con parientes y amigos, pero todos me dijeron que no era aconsejable: el hospital no tenía buena prensa y los resultados del tratamiento no eran evidentes. Mi cuñada, secretaria médica, y su hermano, cirujano, me aseguraron que se informarían adecuadamente, pero nadie me ayudó de verdad. Me dejaron en la estacada.

En la familia, todo el mundo lo sabe a excepción de mi madre. Estoy segura de que no lo soportaría, todo lo que nos afecta se lo toma muy a pecho. Cuando murió mi marido, fue como si hubiese perdido un hijo. ¡Cómo sufrió! Supongo que sospecha que su nieto hace tonterías, pero ignora de qué tipo; y como no lo ve a menudo...

El médico le había recetado Y. para aliviarle. Tenía que tomar una pastilla al día; él se tragaba doce, y el inspector me dijo que era una barbaridad. Nunca observé que tomase medicamentos; sin embargo, siendo muy pequeño, ya le habíamos administrado calmantes. En la primera ocasión, se quedó dormido en su si-llita; mi marido lo cogió en brazos y lo acostó. Fran-cis, ahora recuerdo, me había pedido a menudo D., pero yo ignoraba las propiedades de este producto.

Era y sigue siendo un hipernervioso.

El médico, un día, me llamó. «Señora, yo no puedo hacer nada más, tiene que verle un psiquiatra.» Fue doce veces a ver a uno y yo no comprobé cambio alguno.

Pagué las visitas. Francis me decía que costaban ciento cincuenta francos. Muy caro. Si este dinero fue realmente a parar a manos del psiquiatra, lo ignoro; la forma cómo terminó, lo ignoro también. ¿No sería un pretexto para sacarme dinero? ¡Mentía tanto...! ¡Contaba unas cosas...! Imposible saber si era cierto. Acabé por no escucharle de tanto que contaba y contaba. Es terrible no creer al propio hijo, no tener ninguna confianza en quienquiera que sea.

Francis

Cuando el doctor X. se hizo cargo de él, mejoró un poco. Iba a visitarle y charlaba con él. En un momento en que estaba bastante mal, el doctor lo hizo hospitalizar en V. Fue Chantal quien lo llevó y, a la hora de cenar, cuando salía de su habitación, una muchacha le saltó encima. Lo pusieron con otros enfermos. Era muy desagradable, parece ser, pero él lo aceptó para curarse. Al cabo de ocho días tuvo que abandonar el hospital porque el enfermo cuyo lugar había ocupado volvía y no quedaban más plazas.

Francis trabajó un poco y seguidamente conseguí que entrase en la compañía de seguros donde yo trabajo. Pero tenía unos ataques espantosos por falta de droga. A media tarde me veía obligada a llevarle al médico para que le pusiese una inyección calmante. ¡No podía ser! Creo haberlo intentado todo por él, pero fue el doctor X. quien encontró la solución con La Boére.

Cuando Francis no ganaba dinero, recurría a mí. De todas formas, siempre necesitaba alguna que otra cosa. Todos los medios eran buenos para sacarme algún dinero. Hasta me robó: un anillo por el que yo sentía gran cariño. Primero pensé que lo había perdido, pero luego hablé con él sobre el tema. Negó primero para reconocer poco después: «Estas joyas me pertenecían, me las regalaron cuando era pequeño».

Efectivamente, tenía algunas cosas de oro, pero olvidaba las pulseras de su hermana y todo lo que me había cogido.

Su última ocurrencia fue espantosa: «Puesto que papá ha muerto, quiero mi herencia, vamos al notario porque quiero mi parte del piso».

Ni mi marido ni yo habíamos hecho testamento en favor del superviviente; tengo mis derechos, pero el resto pertenece a los chicos. No sé si fue ese día, pero en varias ocasiones nos amenazó con tirarse por la ventana. A Elisabeth y a mí nos resultaba muy difícil retenerle; o bien, se volvía violento, nunca contra su hermana o contra mí, pero, en cierta ocasión, rompió una mesa a puntapiés. ¡Tenía unos ataques que nos daban tanto miedo! ¡Tanto!

Un día llegó a mi oficina: «Mira, debo quinientos francos a unos truhanes. Si no los devuelvo antes de esta noche, me despellejan». Y cantidad de detalles. Una vez más, me dejé tomar el pelo, pero sólo le di doscientos francos.

Por la noche, llamada telefónica de Chantal: «Han atacado a Francis en el metro, tiene cinco cuchilladas en la espalda. Se lo han llevado al hospital, donde le han cosido, pero ya está fuera». Al día siguiente, empezaba a infectarse una de las heridas: unos pelos habían quedado dentro.

Acudieron a mí para que les diese dinero para invecciones de penicilina. ¡Hubiesen podido comprar tantas con todo el dinero que les di! Hubiera tenido que ser más dura, pero tenía una gran ansiedad: como ya había robado, si yo no le daba dinero, volvería a hacerlo. Y, para mí, lo peor de todo era que mi hijo fuese detenido como un vulgar ladrón. No siempre le daba lo que pedía, pero reconozco que le daba bastante.

Francis se comportó de forma extraña cuando recibió la orden de comparecencia, después del intento de robo a D.: decidió entregarse a la policía.

—Los inspectores que le buscan no están aquí en estos momentos, vuelva dentro de un rato.

Los esperó en un bar y seguidamente charló con ellos. Lo detuvieron porque él quiso. Su explicación: «De todas formas, me estaban buscando, hubiese sido una huida sin fin. Imposible».

Fue llevado a Fresnes, cuyo médico, precisamente primo de mi cuñada, no se dio a conocer a Francis y le ayudó como pudo, es decir, haciéndole admitir en la enfermería para que fuese algo mejor tratado. A Francis, cuando salió de allí, le hubiese gustado seguir viéndole. Pero, siendo médico de la prisión, no podía ocuparse de él como médico privado.

Francis tenía dos amores:

Francis tenía dos amores: la música y Chantal. Me sorprendió mucho saber que ella también se drogaba. Francis me lo había ocultado y a mí no se me había ocurrido nunca hacerle esa pregunta. Por otra parte, nunca la había visto drogada, me parecía una muchacha muy equilibrada y pensaba que era una buena influencia para él. Una verdadera decepción.

Ella trabajaba y pagaba una parte del pequeño estudio; yo participaba en los gastos: era normal que ayudase a mi hijo a vivir.

Luego estaba la música, que había estudiado solo. Cuando hubo obtenido su certificado de estudios, su padre le regaló una guitarra. No podíamos prever entonces que la música sería más importante para él que todo lo demás, que lo dejaría todo por ella. Puede coger cualquier instrumento y tocarlo inmediatamente. Con otros jóvenes, había creado un grupo musical con el que disfrutaba mucho; y no Ies faltaban actuaciones.

Estuvieron en France-Inter, en el teatro Montpen-sier, en Versailles, en Montparnasse, en el Café d'Ed-gar durante unos meses, e incluso en la televisión, en el programa de Jacques Lancelot «L'Oreille en coin», que se retransmitía todos los domingos por la mañana durante tres horas.

Tenían bastante éxito, pero el grupo iba poco a poco a menos a causa de Francis, que nunca estaba en forma para los ensayos: su estado mental estaba deteriorado. Es realmente una lástima, porque sólo vivía para la música. Si se hubiese concentrado en ella en lugar de hacer tonterías... hubiera llegado lejos.

Firmaron un contrato con Barclay, aquí lo tengo. Grabaron uno o dos discos, no muy buenos. Barclay no los lanzó al mercado y el contrato fue rescindido. Creo que hizo también un poco de teatro, pero lo que le interesaba realmente era ingresar en la academia G. para estudiar clarinete (que yo tuve que comprar: ¡ noventa mil francos!) Parece ser que lo vendió para comprar droga; pero no estoy segura de ello.

Actualmente apenas se puede entrar en su estudio: están allí todos sus instrumentos y las cosas de Chan-tal. Tuvo incluso un contrabajo, que vendió. Lo mismo ocurrió con el violín.

Tenía las llaves de mi casa y venía aquí cuando quería. Yo lo notaba por pequeños detalles; comía, bebía, pero nunca alcohol. Aquí, en casa, se aguantaba.

El día que le acusé del robo de las joyas, negó y seguidamente me arrojó las llaves colérico, diciéndo-me: «¡Ya que piensas eso de mí... aquí tienes!»

No me importó.

Ültimamente, cuando venía, vivía aquí. Le devolví las llaves. Chantal tiene asimismo un juego; no desconfío..., pero no me gusta que mis llaves anden por ahí.

Un día, uno de sus compañeros me habló así:

—Usted habla de la droga, pero la desconoce. Fume y luego hablaremos.

—No tengo ningún motivo para ello.

—Sólo así podría juzgar sobre los efectos y comprendería mejor la razón por la que se sigue.

—¡No quiero!

—¿Tiene miedo de verse dominada por ella?

—Miedo o no, no me dice nada. No veo la necesidad de empezar, eso es todo.

Se trata de un muchacho que fumaba; probó una droga que le supo muy mal. Fue una suerte para él.

Formaba parte del grupo, después se fueron a una casa de campo.

Allí, Francis subió a su habitación a buscar una jeringa enorme. Quería inyectarse aire, acabar.

Los otros le miraban sin reaccionar, pero Chantal tuvo el valor de arrojarse sobre él, de quitarle la jeringa. No me he enterado de este episodio hasta esta semana. Por otra parte, cada día me entero de algo nuevo. Además de esta tentativa, sé que se había abierto las venas dos o tres veces.

Desde que Francis...

Desde que Francis está en La Boére, veo las cosas desde otro ángulo. Es la puerta de socorro, el único sitio donde podía curarse. Cuando se marchó allí, creo que apenas le quedaban tres meses de vida; estaba al final del camino, condenado.

Es un ser débil; al principio debieron arrastrarle a ello. Supongo que sería eso, porque no tenía, según mi opinión, dificultades mayores. Como madre, quizá no veo la realidad como debería, pero me parece que Francis era más bien feliz en la época en que su padre todavía vivía y, sin embargo, ya se drogaba. En casa tenía comprensión. Sólo un problema que acabó siendo resuelto: mi marido no quería asignarle una «paga semanal fija».

—Si necesita algo, que lo pida.

A mí me parecía que, a los diecisiete años, eso no era normal y el día en que su padre descubrió que Francis le robaba dinero, hubo una escena que estuvo a punto de acabar en drama.

Hablamos y decidimos darle una cantidad fija.

Que yo sepa, fue el único problema.

Cuando pasó a sexto curso, tuvo una bicicleta de carreras, y cuando fue admitido en el liceo su padre le regaló una motocicleta. Cada vez que necesitaba gasolina, una reparación, esto o aquello, me pedía dinero. Poco antes de cumplir los dieciocho años, su padre le dijo: «Te pago el permiso de conducir, no quiero que tengas moto».

Yo también tenía un miedo espantoso de la moto y, además, había descubierto que llevaba una bastante grande, sin permiso, que le prestaba un amigo.

Francis aprobó el examen de conducir dos días antes de la muerte de su padre. Mi marido estaba loco de alegría: «¡A la primera!»

Unos días antes de su muerte hablamos de comprar un 4L de segunda mano, bastante viejo, a un vecino de la escalera.

—Se lo doy por trescientos o cuatrocientos francos.

—De acuerdo, se lo compro y lo haré arreglar para mi hijo.

Mi marido era gestor en una fábrica y tenía un mecánico a su disposición.

Yo concluí sola esta compra, hice arreglar el coche y, al cabo de poco tiempo, ya no lo quiso. Por una parte, quizás era un poco viejo; por otra, había ganado dinero en su gira. Se gastó la mitad y me dio un cheque de cuatrocientos mil francos.

—Guárdamelo, es para comprarme otro coche.

Encontró un R16. El seguro, por supuesto, a mi cargo. Y el aceite, la gasolina eran un medio más para sacarme dinero. Yo, siempre yo.

Quiso ir a N.

—En el estado en que se encuentra el coche, es imposible.

Hubo que hacer una revisión: ¡mil francos más!

Y allí, debió de hacer de las suyas pues, después de este viaje, he perdido todo contacto con la familia de mi marido, en cuya casa se alojó.

Afortunadamente, tengo a mis hermanos. Cuando Francis fue detenido, hablé con un inspector muy amable, muy comprensivo.

—Pero no tiene equipaje, ¿dónde va a ir?

—Por esta noche, pienso en una prisión en M. Puede usted acudir antes de las cinco, llévele algo de ropa y podrá verle.

Eran las cuatro. Uno de mis hermanos me acompañó. Al llegar a M. buscamos el Palacio de Justicia y, a continuación, la prisión. Había dos, bastante alejadas una de otra, y eran más de las cinco.

En la primera: desconocido.

Mi hermano y yo nos dirigimos al Palacio de Justicia, entramos en una sala y encontramos a Francis con los inspectores. Lo vi sin esposas, relativamente tranquilo. Hablamos.

Fue trasladado a Fresnes, justo en el momento de una huelga de P.T.T. (Correos, Telégrafos y Teléfonos), con lo cual no tuve ninguna noticia suya, a excepción de cuatro líneas en las que me pedía dinero para comprar cigarrillos. Le mandé doscientos francos que no recibió jamás. De allí fue trasladado a J., ciudad cercana a aquella donde tuvo lugar el intento de robo. Fui a verle.

—No quiero que vuelvas. No quiero verte más. No quiero que te molestes. ¡No vuelvas!

Inútil describir el estado en que yo me encontraba.

Así pues, sólo fui a J. una vez. Recurrí a un abogado, por consejo del juez. Intenté hacer lo máximo posible. Mi consuelo fue haberle visto físicamente mucho mejor. En realidad, había intentado suicidarse: las venas. Debía de pasar momentos muy malos. Parece ser que ésta fue la razón por la que no le entregaron mis paquetes.

Estuvo en prisión alrededor de un mes, con una especie de vagabundo. Probablemente, en el curso de una crisis por falta de droga, Francis la emprendió con él y lo dejaron solo en la celda.

Pedí si sería posible, puesto que estaba en prisión preventiva, trasladarle al hospital más cercano para cuidarle. Gracias a esta diligencia, le dieron permiso para salir, sin precisión alguna. Afortunadamente, se dirigió al hospital por propia voluntad.

—¿No han sido avisados por la prisión?

—Sí, me parece que sí.

Si no hubiese aparecido por allí, ¿quién se hubiese preocupado? Y hubiese sido buscado. ¡Es increíble la burocracia!

Poco más o menos tres semanas de desintoxicación para volver a empezar al día siguiente de su regreso, con Jean-Marc, un muchacho que se ha salvado.

A su hermana (que también ha fumado, pero durante poco tiempo) le dijo: «¿Puedes ir a buscarme los cigarrillos al coche, por favor?» Estaba lleno de jeringas.

El problema sigue...


El problema sigue siendo el regreso. A mi modo de ver, será difícil. Recuerdo un día en que me acompañó a la estación de Lyon; yo me iba de vacaciones. Vimos, delante de un coche de policía, a un joven con las manos esposadas.

—Mira, mamá, cuando me llevaron a J. también yo iba así. Hice todo el viaje esposado. ¡Es espantoso!

¡ Si eso le hubiese impedido volver a empezar! Pero nada. Tienen la tentación en cada esquina, en el metro, en los bares. ¡Es terrible!

Francis está fichado, pero me parece que no figurará en su ficha judicial. Ha sido eximido del servicio militar; había sido llamado el día en que entraba en La Boére; Lucien se ocupó de ello y acabo de recibir la confirmación. En caso de guerra, formará parte de la reserva.

Estoy segura de que, si volviese en estos momentos, volvería a empezar. Se fugó de La Boére, según él, por Chantal. ¡ Qué día pasé! Gracias a Dios, decidió volver. Pero al día siguiente no fui a trabajar, no quise dejarle hasta saberlo en el avión. Tuve realmente miedo, porque hubiese echado a perder los dos meses ya pasados allí.

¿Qué hubiese hecho yo si se hubiese quedado? No lo sé. ¿Cerrarle mi puerta? ¿Dejarle sin dinero? No he vuelto a pensar en ello, puesto que se marchó de nuevo. Estaba demasiado aliviada, feliz, para hacerme preguntas.

Hubiese vuelto a empezar y yo hubiera tenido esa espada de Damocles sobre mi cabeza.

En estos momentos me parece que ha tomado conciencia de sus responsabilidades, que se preocupa por su futuro. Espero que termine la pesadilla y se reintegre a la sociedad.

Nathalie

Roland, mi marido, me ha reprochado a menudo el ser una madre demasiado posesiva, no haber sabido separarme nunca de nuestra hija. En mis relaciones con Nathalie, ha ocurrido lo contrario: no creo haber sido nunca ni una madre absorbente ni una madre ausente, puesto que no trabajaba.

Quisiera decir que todo el problema que plantea Nathalie procede del lugar que ocupó en mi vida personal en una época determinada.

Fue mi primera hija; me quedé embarazada de ella a los diecinueve años, soltera. En aquella época era inconcebible para mí la idea de abortar, no especialmente por razones morales o religiosas, sino porque estaba la familia, las reacciones de la sociedad. Era asimismo inconcebible que viviese sola con esta criatura: yo era todavía una niña, con una extraña historia detrás de mí, pero no era una mujer.

Cuando Nathalie empezó a plantear problemas, sus hermanas tenían cuatro y dos años, su hermano once, sus hermanastras catorce y medio y dieciséis; yo, treinta y dos. En la época de esta historia de posesión (yo era posesiva con Nathalie, según mi marido) contaba con seis niños.

Mi marido, que es psicoanalista, influye con su deformación profesional —¡ y qué poderosa puede ser!— en las relaciones familiares, como si pudiese ser el padre y el psicoanalista a la vez.

Cuando le conocí, él tenía veinticinco años, no estaba divorciado y tenía dos niñas, Chantal y Marie.

Digamos que su comportamiento de hombre con respecto a las mujeres, en cierto sentido, siempre ha sido ambiguo: que a los veinte años se deje embarazada a una mujer de veintiocho, es algo admisible, pero tener un segundo hijo con esta misma mujer viviendo en casa de los papas... Se casó por lo civil para complacer a sus padres.

Cuando anunció que se divorciaba de esta mujer histérica, supercelosa —no sin razones—, ella dijo: «Si te vas, no volverás a ver a tus hijas». Pero a los veintidós o veintitrés años eso no suponía un drama para él.

Nos conocimos, él muy seductor, médico, lo que para mí era muy importante; estaban también esas dos niñas de las que no tardó en hablarme. Comprendí más tarde que, inconscientemente, representaban a mi hermana y a mí abandonadas por papá a la edad de cuatro y dos años. Mi madre no se volvió a casar. Nos enamoramos en seguida: ¿quién se hubiese resistido a los diecinueve años a sus atenciones, a su inteligencia, a su seducción? Mi madre estaba al corriente; lo desaprobaba, pero no siempre se escuchan los consejos a esa edad.

Nos fuimos a Córcega y allí concebimos a Nathalie. Me di cuenta de que estaba embarazada justo cuando iba a volver a estudiar de nuevo en la Universidad.

Él reaccionó como toda mujer soñaría: tomó las riendas, repetía sin cesar lo maravilloso que le parecía, «no te preocupes, me divorciaré».

Le creí, me entregué en cuerpo y alma. Me dejé llevar, no tenía elección.

Un día, Nathalie...

Un día, Nathalie —trece años— dejó bien a la vista, junto al teléfono, su cuaderno de apuntes. Lo hojeé y di un respingo: en el liceo había fumado; durante las vacaciones pasó al ácido, procurado por los discípulos de Maradh Ji. Todo ello ocurría en la playa de T. con un grupo mucho mayor, pero ella podía pasar fácilmente por una muchacha de quince o dieciséis años; estaba muy desarrollada físicamente.

Ni dramaticé ni di excesiva importancia al asunto; sin embargo, había leído bastantes libros más bien angustiosos al respecto, ante los cuales yo había reaccionado pensando: ¡qué experiencia! No el «porro», sino el ácido. Las descripciones eran fabulosas. Qué amplitud de miras debe de dar, pero yo no soy suficientemente libre, no estoy lo bastante segura de mí misma como para intentar la experiencia.

Hablamos con ella, intentamos hacerle ver que la vida no era eso: «¿Qué buscas? ¿Qué vas a encontrar?» Quizás hablamos demasiado, pero ella no podía sospechar que ni estábamos de acuerdo ni siquiera fascinados.

Jugó a la experimentada: «Yo he hecho cosas que tú jamás has hecho». Le gusta darse importancia.

—Hija mía, me haces gracia, quizá no he hecho grandes cosas en mi vida, pero no tenemos la misma edad y no se puede comparar lo que se hacía antes con lo que se hace ahora. Además, no me interesa.

Cuando tuve realmente miedo fue al descubrir que se había pinchado con heroína. Conocía las consecuencias de una sobredosis. Se perfilaba la muerte: ¿por qué la eventualidad de la muerte de mi hija me vuelve loca? ¿Por qué no la soporto?

Nathalie llevaba...

Nathalie llevaba un ritmo de vida completamente normal; salía poco por la noche, asistía al liceo, donde había adoptado una forma de reivindicación, el M.L.A.C.,1 ley Debré, manifestaciones A.G.2 pensábamos que era su forma de luchar y lo aprobábamos, pero intentábamos mostrarle que también es necesario formar el espíritu y no dejarse llevar como un cordero porque es divertido. Entonces, la sacamos del liceo donde, alta y mona, ya tenía demasiados «contactos» con los de las últimas clases y los que ya habían acabado. Escogimos un colegio mixto, privado, donde toda ausencia nos era comunicada, donde su conducta era controlada; por ejemplo, fue expulsada por espacio de tres días por una falta de respeto algo grave.

Le dábamos cincuenta francos al mes como dinero de bolsillo, ¿cómo se puede comprar la droga con esa cantidad? Debieron de regalársela para atraerla; hubiese podido coger dinero del cajón de su padre, a quien le pagaban las visitas sobre todo en efectivo, pero en aquella época ni robó ni saqueó; en cambio, empezó a disparatar: «Me quiero largar a Marruecos... Los estudios no me interesan...»

Todo ello lo analizaba yo interiormente y buscaba en el pasado. Había vivido su embarazo de forma muy idílica. Éramos felices físicamente, estábamos muy enamorados y yo soñaba con ofrecer una célula familiar a este bebé.

Creo importante decir que, después de su nacimiento, conocí una ausencia total de deseo físico hacia mi marido. Como no había sido el «primero», me lo recriminó inconscientemente muchísimo, estaba celoso... Lo estropeó todo y sé que tenía celos de mi hija. Estas cosas sólo las vi claras a través de mi análisis.

Además, y ello puede parecer grotesco, nos convertimos a un catolicismo exacerbado y muy exigente. Los dos. Para mí era una verdad y un engañabobos a la vez: vivíamos en concubinato y los curas nos propusieron casarnos religiosamente a condición de vivir una temporada como hermanos. Cuando Roland me transmitió su proposición, sentí un gran alivio: se acabaron los sacrificios. Así vivimos unos tres meses, al cabo de los cuales nos casaron por la Iglesia y luego regularizamos el matrimonio en la alcaldía. Es bastante curioso este mundo. Ya casados, había que volver a hacer el amor; no sólo estaba permitido, sino que era obligatorio. Así me encontré embarazada del único hijo que deseé verdaderamente.

Después del nacimiento, se replanteó el problema de la contracepción. Roland se fue alejando lentamente de esa vida religiosa, rígida; yo pensé: ¡el asqueroso, me engaña! De hecho, se dirigió hacia el psicoanálisis, pero nuestro asunto sentimental empezó a no funcionar. Teníamos los dos una imagen tan ideal de la pareja que todo nos afectaba; pero, al final, todo moría.

El verdadero golpe...

El verdadero golpe lo sufrí cuando Nathalie pasó la noche fuera por primera vez. Se quejaba a menudo de su falta de libertad; su padre es un hombre que se basa en la disciplina, ignorando yo si esto es lo adecuado: «Irás al concierto si traes buenas notas, si has hecho en casa lo que hay que hacer, si vuelves puntualmente».

Habíamos ido los dos al cine; a la vuelta, Chantal nos anunció que Nathalie no tenía intención de volver hasta el día siguiente. Como no había habido pelea alguna, no comprendí nada: a los trece años, es increíble..., de locos. Retrocedí en el tiempo, trece años, y más, quería comprender... Conclusión: yo no hubiese podido, ¿por qué mi hija sí?

A las siete de la mañana, fresca como una rosa, con unos croissants en la mano, regresó como si hubiese salido cinco minutos antes para comprarlos. Nosotros no habíamos dormido. Su padre la recibió muy mal y le dio una soberana tunda.

Yo la oía cómo gritaba a su padre: «¡Estás loco, para, estás completamente loco!» Cinco minutos largos.

Luego fui a su habitación, no sabía qué decir:

—Nathalie, no comprendo, no has dormido en casa, ¿dónde has estado?

—En casa de una amiga, telefonea, te lo ruego. Estaba en casa de su abuela.

Poco importa, verdad o mentira. Todo depende de lo que se haga. Fumaba muy corrientemente en casa y yo no me daba cuenta. A menudo le decía:

—¡Qué mal huele aquí! ¿Qué es este olor asqueroso? —(Había incienso, pachulí.)— Es asqueroso.

¿Cómo reconocer, en medio de todos esos olores, uno que no se conoce?

Durante todo el trimestre, tuve la certeza de que Nathalie nos pedía algo en un lenguaje suyo, algo particular. ¿Más atención? ¿Más amor? Yo le decía: «Si quieres asustarnos, vas muy equivocada; no caeré ni en la angustia ni en la locura. Haremos todo lo posible para que no te marches».

Quería tranquilizarla, mostrarle que habíamos comprendido su «reto», que no hacía falta que fuese más lejos para convencernos.

Ya habíamos consultado con la Brigada de Menores.

Un día, su hermano Luc, que tenía once años y soportaba muy mal la situación, me dijo:

—Mamá, ¿qué vas a hacer? Nathalie quiere irse a Marruecos con su amiga Catherine. Hay que impedírselo.

Avisada la Brigada, las detuvieron a las dos junto con un conocido chulo de veintidós años: de momento, se iban a Bretaña, luego ya verían.

Este episodio terminó como un primer acto. Na-thalie se fue con su mamá a esquiar durante las vacaciones de Navidad. Decisión bastante positiva; a su regreso, hablábamos de vez en cuando, yo tenía la impresión de que estaba allí, de que escuchaba, de que comprendía, de que seguía la lógica normal..., es decir, la de sus padres. Luego, la barrera, una verdadera barrera. Una barrera perfecta. Imposible alcanzarla, imposible ser alcanzada por ella, se distanciaba cada vez más.

Nos pidió la pildora, fuente de conflictos con su padre. Consultó con una ginecóloga amiga nuestra.

—No creas que te voy a dar cada mes los cinco francos y medio —le dijo su padre—. Gánate ese dinero, cuida niños, pero no quiero pagar para que te vayas acostando por ahí con chicos.

Ya le había suprimido el dinero de bolsillo, bajo el pretexto de que con él compraría la droga. Era una inconsecuencia difícil de resolver y cargada de consecuencias.

Por ese lado, él no se había liberado en absoluto.

Nathalie es su tercera hija, pero en realidad, física y psicológicamente, la mayor. Diré más, doblemente la mayor, porque nunca había vivido con Chantal y Marie.

La primera mujer...

La primera mujer de Roland se mató en un accidente de coche, las pequeñas tenían nueve y medio y ocho años, Nathalie cinco, Luc dos y medio, yo, veintiséis.

Llegaron justo en el momento en que yo recuperaba el gusto por la vida; deseaba volver a estudiar. No resultó fácil ayudar a Chantal y Marie a integrarse. Para ello dejé a mi hija un poco de lado. No protestó. Pronto formaron un clan muy alegre. Y, como Luc quedaba un poco relegado, me volqué hacia él.

Ocho y nueve años y medio ya no son edades en que las relaciones puedan establecerse fácilmente. Chantal, especie de princesa adulada por su madre, tuvo que convertirse en un niño entre los niños. Intentó seducirme, pero yo me negué a ello. Yo no podía arrebatárselo todo a mis hijos de un día para otro. Nathalie jamás manifestó nada, lo que no me parecía normal. No quería ir hacia mí, quizá se sentía culpable por tener ella una madre y las otras no. Todas las atenciones eran para las mayores, nadie pensaba en las posibles dificultades de Nathalie y mías. Además, según consejo de un primo psiquiatra, no debíamos hablar de esta muerte hasta que las propias niñas lo hiciesen. A mí me parecía aberrante, pero Roland estaba de acuerdo con esta opinión.

Curiosamente, lo que soporté muy mal fue el que me robasen el derecho de mi hija a ser la mayor, probablemente por ser del mismo sexo. Durante cinco años, había sido mi hija mayor y, de pronto, se convertía en la tercera.

Nathalie trabaja...

Nathalie trabaja bien durante el segundo trimestre. Animada por los consejos de disciplina, se porta de maravilla en casa. Su padre la autoriza a ir al concierto un sábado por la noche con un amigo. Respeta la hora fijada para el regreso, siendo acompañada por el muchacho. El lunes transcurre normalmente. El martes por la tarde, la madre de una de sus amigas me dice: «Lo siento muchísimo, Laure no quiere perder la confianza de Nathalie, pero creo que es lo suficientemente grave como para advertirla: su hija ha tomado el tren para B. con la intención de seguir hacia A».

Efectivamente...

Efectivamente, había escondido su mochila en el sótano para poder marcharse pasando inadvertida.

De acuerdo con su padre, avisamos inmediatamente a la policía, la cual manda un aviso de búsqueda a la Interpol.

—¡ Sus papeles!

—Están en el fondo de la mochila. El revisor regresa más tarde: «A ver, esos papeles...»

Estaba con un corso de dieciocho años, que había conocido la semana anterior.

—¿Sabes? Un tipo en el metro me ha ofrecido hachís. Yo lo he rechazado. Muy simpático; me gustaría ir a su casa; me ha telefoneado y como hay huelga en el liceo...

Le dijimos que lo mejor era que se quedase en casa, pero se marchó. Se había encontrado también con un amigo del barrio a quien le había hablado de ello y quien había intentado hacerla cambiar de opinión:

—Estás loca, no te das cuenta..., te vas a encontrar con ese tipo Dios sabe dónde y luego te arrepentirás.

Fue, pero para volver en seguida, contándolo todo, insistiendo incluso, como si hubiese estado al borde del abismo, sobre la suerte que había tenido. Lo que no le impidió marcharse con ese muchacho tan inquietante.

Nathalie tenía una facilidad asombrosa para relacionarse. Sí. Y en todas partes.

Fue detenida en la frontera belga y nos avisaron de que estaría al día siguiente en la comisaría de la estación. Consecuencia inmediata: expulsión del colegio. Las buenas monjas dijeron: «Sería mejor que Nathalie pudiese quedarse, pero parece ser que hay padres que se quejan y que ciertos profesores no la soportan».

Empezó entonces la ronda de preguntas: ¿Qué hacer para protegerla, para que siga sus estudios, para ocuparla? Le preguntamos si quería hablar con alguien para orientarse. Por supuesto, todos los psicólogos eran detestados, repudiados. Pero aceptó ir a un C.N.P.P.1 Son centros que se hacen cargo de jóvenes, los escolarizan y siguen su desarrollo con psicoterapia.

Fue quizás a la psicóloga a quien Nathalie contó: «¡Mamá era demasiado joven a los veintiséis años para cuatro niños!» Esta mujer me explicó: «Debió de cargar también con el sufrimiento de usted y odiar probablemente por ello a su padre». Lo que explica por qué repetía: «Ven, mamá, te llevaré a cualquier sitio donde seas feliz». Quería liberarme.

Se suponía que iba a clase tres veces por semana. En aquella época, no la seguíamos como a un perrito, no le habíamos apretado las riendas. No sabíamos, confiábamos, negándonos a hacer de detectives todo el tiempo. Para las vacaciones de Pascua, un amigo nos recomendó a un matrimonio que la acogería en su casa. Cuidaban de sus cabras. Estuvo doce días en su casa, acostándose tranquilamente con el hijo de la casa: lugar maravilloso, desayuno en la cama, levantarse a las doce...

A nosotros, esta experiencia nos pareció un camelo. Empezó el tercer trimestre en otro centro C.N.P.P. mixto en V. Muchos de estos jóvenes eran toxicóma-nos, pero ella proseguía sus estudios normalmente, lo cual nos parecía que representaba una estructura, un marco de vida casi normal.

No hizo nada. El buen tiempo aumentó el deterioro; se negó a seguir estudiando allí, se marchó tranquilamente tres semanas, no sin anunciarnos anteriormente que creía estar embarazada. Yo estaba aterrorizada. Apenas con catorce años... Me dejó con esta incertidumbre.

Al volver de casa de «esa gente encantadora y adorable», dijo que no veía realmente por qué estaba obligada a hacer lo que le disgustaba.

Era el final del tercer trimestre. El año había sido difícil para su padre y para mí: días de angustia, noches en blanco, búsquedas, personas con las que nos pusimos en contacto para ver las cosas con más claridad, las llamadas telefónicas, etc.

Era mi tercer año de análisis, había cambiado de médico, conocido gente nueva, no definitiva pero que dejó huella, que me había ayudado a liberarme de la influencia que podía tener mi marido sobre mí, sobre mi forma de pensar, de actuar. Yo sentía que tenía derecho a existir, que no era culpable de reaccionar, de pensar de forma diferente a él.

De mi análisis he sacado una inmensa confianza: he encontrado a un hombre, a uno verdadero. Se dio cuenta de que necesitaba consejos y me ayudó. No tenía a nadie, pero la mayoría de los padres ni siquiera tienen esto.

Estamos en junio, Nathalie está en casa y no tenemos ningún proyecto para el verano, aparte dar una vuelta por Córcega, con Luc y Nathalie, un grupo de amigos y sus hijos.

—Hagámoslo así y luego nos vamos los dos tres semanas a Sicilia.

—No puedo dejar a Nathalie sola en el campo. ¿Y si nos llevásemos a las tres niñas...?

—No tengo ninguna razón para hacerlo —contestó textualmente—. Nathalie siempre ha querido separarnos, y lo conseguirá como no tomemos una determinación. Es mucho más importante para ella ver a sus padres unidos.

Es cierto que nuestro problema existía, muy agudo, y que no databa de esa época. Reconozco también la importancia para un niño de que sus padres se quieran, pero en mi pensamiento había una prioridad absoluta: no dejar sola a Nathalie.

1. C.N.P.P.: Centre national de prévention et de protection (Centro nacional de prevención y de protección).

Nathalie

—Me iré solo, ha sido un año muy difícil y necesito descanso.

—Hazlo, no tengo nada en contra; quizá yo me vaya con ella a Larzac.

Ignoraba cómo podría entretenerla, pero estaba segura de que no podía abandonarla.

Mis suegros no la quieren mucho, no soportan que esté relacionada con hippies y droga. A pesar de todo, pasé algunos días en su casa, tranquilizando a mi suegra: si Nathalie reincide, yo asumo toda la responsabilidad.

En esa época, mi marido tuvo un amorío con una mujer que yo conocía; había pasado las vacaciones en casa y me había ayudado mucho a comprender ciertos comportamientos de Roland, por qué no era claro consigo mismo, por qué su actitud bastante nefasta con respecto a su hija, que llegaba a la brutalidad:

—Puesto que no quieres vivir como todo el mundo, márchate.

—Si quieres que me vaya, es muy sencillo, ¡me largaré!

Ella deseaba todo lo contrario, estoy convencida de ello.

Roland fue a buscarnos a casa de sus padres y nos fuimos a pasar ocho días a Córcega.

La primera noche, un pequeño incidente: en el alto que hicimos, a Nathalie se le cayó una cacerola de agua hirviendo sobre sus muslos. No pudo quitarse los téjanos y sufrió una quemadura de tercer grado.

Nuestros amigos, y entre ellos tres médicos, me dijeron posteriormente que se habían escandalizado por la violencia de la reacción de Roland.

—Como de costumbre, te las arreglas para estropearlo todo. No podrás andar, nos veremos obligados a volver y estoy seguro de que tú te alegrarás. Yo me sentía triste y furiosa a la vez. Nathalie, a pesar de sufrir, no se quejó ni un solo momento, siguió el ritmo de los demás, que hacíamos grandes caminatas y dormíamos al aire libre.

Interrumpimos la excursión porque era muy duro y no teníamos ganas de seguir, pero no a causa de Na-thalie. Él sólo tenía dos ideas en la cabeza: telefonear a su amiguita cada vez que encontraba un refugio equipado —lo que, a fin de cuentas, no me importa y, además, yo lo ignoraba por aquel entonces— y abreviar el viaje; pero es indignante que hiciese a Nathalie responsable de ello.

Por casualidad, Nathalie se encontró con un amigo con el que tenía más o menos relaciones y quiso quedarse en Córcega.

—No estoy de acuerdo, me quedo con ella mientras tú estás en el Sahara con tus amigos; no se trata de pedirle su opinión. Es así.

Entre paréntesis diré que los amigos se reducían a una chica.

—Eres totalmente inconsecuente, acaba de fugarse por espacio de tres semanas. No podemos hacer nada; ya que quiere libertad, que la tenga y que se quede aquí sola.

Yo no le comprendí, pero no tuve el valor de oponerme a su voluntad. Actualmente actuaría de forma distinta.

Así pues, Nathalie se quedó y yo acompañé a mi marido hasta Marsella. Estaba muy enamorado. Para mí se había terminado hacía muchos años, pero soñaba: si pasase algo..., es la primera vez que es capaz de dejarme..., si cambiase..., menos mentiras..., relaciones menos idealizadas...

Acompañada de Luc, fui al campo, feliz y tranquila. Nathalie se reunió con nosotros a finales de julio.

Roland, que se había marchado para quince días, estuvo ausente por espacio de cinco semanas sin que pudiese ponerme en contacto con él en caso de necesidad.

Volví a encontrarme con Henri, a quien conocía desde hacía mucho tiempo, pero con quien no había tenido nunca nada que ver

Roland volvió radiante: como si todo fuese natural. Le miré: el mismo rostro, la misma sonrisa. Nada había cambiado.

—Lo siento, se ha acabado, me marcho.

—¡ Estás loca! De nuevo Nathalie que nos separa. La has puesto contra mí.

Pero no hizo nada para que esta separación hiciese que lo cotidiano fuese un poco menos loco; su amiguita reaccionó rápidamente, la instaló en el domicilio conyugal. Tranquila, muy tranquila.

Debo retroceder...

Debo retroceder en el tiempo para situar mejor la historia de Nathalie, la mía, la de su padre. Cuando llegaron las dos niñas, vivíamos en un piso de cinco habitaciones donde Roland recibía a sus clientes. Me quedé embarazada por accidente. Hubo que pensar en un cambio de piso. Mientras tanto, enviamos a Chantal a un colegio estupendo donde yo había sido muy feliz. Pero quedaba Marie, con quien la cosa era cada vez más difícil. Me daba la impresión de que iba a comerme. No soportaba que me llamase mamá. Cogí manía a esa chiquilla. Angustias, Valium y revalium. Me estaba volviendo loca. En lugar de hablar con claridad, nos fuimos sumergiendo en mentiras espantosas. Para acabarlo de arreglar, mi familia política me ponía por las nubes: «¡Es maravillosa ¡La madre ideal! ¡Lo que ha hecho por estas niñas!»

Nos trasladamos a la Défense, a ese lugar totalmente extraño, loco. Sin referencias, alejado de todo y de todos, una ruptura dramática. Perdí la seguridad. Resultado: una depresión extraordinaria; sólo permanecimos allí tres meses, pero antes volví a quedarme embarazada.

Volvimos a París, a un piso de siete habitaciones para todos. Siete habitaciones asquerosas; embarazada... Nació mi última hija, ni deseada por mí ni por mi familia política. Mal recibida, es hoy la preferida de su padre.

Hablo a menudo de mis dos pares de hijos, con seis años de intervalo, se podría casi hablar de dos padres diferentes. Para los primeros, yo estaba en la imagen ideal de la pareja que hay que salvar a toda costa; a los otros los parí sin ilusión. Los primeros llevaron mi nombre, el de mi padre...

Después del último parto, lloré durante tres meses, lo que se dice llorar sin parar.

No trabajaba fuera de casa, seis niños, las visitas de mi marido, abrir la puerta...

Al vivir en un ambiente de analistas y con uno de ellos, durante seis años me había negado a ser psico-analizada. Pero luego comprendí que o eso o reventar. Estuve yendo durante un año a ver a una mujer y ocurrió algo extraordinario que viví como una liberación. Un día me dije: «Tú no te has casado con Chantal y con Marie, sino con su padre. Cuando nos conocimos, nunca se habló de que estas dos niñas entrasen en tu vida. Sí, de acuerdo, uno se casa para lo bueno y para lo malo, pero uno ignora de lo que es capaz. Compruebas que no aguantas más y que estás haciendo desgraciado a todo el mundo». Me decidí a hablar.

—Lo siento, pero no hay ninguna razón para que tus hijas soporten las consecuencias de mis «fantasmas» (es así como él lo llamaba). No soy su madre, he intentado ser una buena madrastra, pero no puedo, se ha acabado. No quiero que vivan conmigo. (En aquella época había llegado a agachar la cabeza para no mirar a la mayor y a esconderme en mi habitación cuando ella estaba en casa.)

Era terrible pero, sin embargo, ¡ qué liberación! Radical. Capital. No digo que fuese fácil para mí. No digo que mi decisión hiciese feliz a Roland, pero se resistió demasiado a entenderme, no decía más que: «Ve a hablar con otros, ponte en tratamiento». Mi decisión fue tomada de forma dramática por toda mi familia política, por las personas que no comprendían: «¡Se ha vuelto loca!»

Yo estaba tranquila, interiormente en paz, segura de tener razón. Por primera vez, sentía que vivía sin estar bajo la mirada de los demás. Me importaban un bledo los epítetos de «egoísta», «chalada». Me siguen importando poco, me hubiese gustado que fuese diferente, pero...

Para Nathalie tuvo una consecuencia directa: se culpabilizó por segunda vez; ella tenía once años, sus hermanastras quince y trece y medio.

No era fácil; expliqué a Nathalie: «No es culpa de las muchachas, pero no puedo pasar por lo que no soy; no puedo querer a quien no quiero y ver cómo todo se va deteriorando».

Dos años más tarde, me enteré de que Nathalie se drogaba. Ahí se perfila otra historia, pero, para mí, sus problemas, su droga, datan de la «historia» de su padre y de su madre desde su nacimiento. Hasta ahora he contado hechos, pero es ahora cuando empieza el drama.

Cuando iniciamos...

Cuando iniciamos los trámites de divorcio, explique a Nathalie que había pedido su custodia, junto con la de los otros. Su padre había hecho lo mismo.

—¿Y por qué no puedo estar bajo la custodia de los dos a la vez? Me niego a ser un objeto de litigio, no quiero que nadie se pelee por mí; es ridículo, prefiero que se me emancipe.

Ante esta situación, hablé con los abogados: «No quiero guerras sobre la espalda de Nathalie porque represente lo que mi marido no ha sabido decirme, porque la responsabilice de su culpabilidad, de su fracaso».

Hizo un teatro indecente ante el juez: que sólo había una mujer en su vida, que la esperaría siempre. Omitió añadir que vivía con otra desde hacía un año. Es psicoanalista, habla muy bien, sabe lo que conviene y cómo decirlo. Estos datos inclinaron la balanza del juez hacia un solo lado.

El acto de conciliación acabó en una no-conciliación; el juez le concedió la custodia de su hija, con la reserva de que permaneciese en el centro de rehabilitación.

—Si nuestra hija se queda en M., que mi marido tenga su custodia. —Y a Nathalie—: Esta decisión no cambia nada con respecto a lo que siento hacia ti, siempre serás mi hija, de la misma forma que yo soy tu madre.

Yo sabía, no obstante, que sí existía una diferencia.

Su padre me había dicho: «Escúchame bien, lucharé hasta la muerte, pero jamás tendrás a Nathalie».

Estaba pálido. Ya no se trataba de su hija, sino de otra cosa. Adquiría proporciones dramáticas, apasionadas. Su inconsecuencia era total: quería darle la emancipación.

Para acabar de complicar las cosas, Nathalie se fugó con su amiguito Michel. Pasó un mes con él en un apartamento. Administrativamente, los dos seguían dependiendo del centro M. Considero que el director cometió un error permitiendo que una chica de quince años permaneciese todo el día sola esperando el regreso de un muchacho de veintiún años que trabajaba. Él estaba poco más o menos dentro de la ley; había sido detenido tres años antes, pero era menor. Nathalie se deprimió terriblemente y la situación se fue deteriorando. Digamos que llegó bastante lejos. No niego los hechos, pero no creo que llegase a conocer la decadencia hasta el punto de no poder remontarse... La gran decadencia física, afirmo que no, jamás se alejó el tiempo suficiente para llegar a ello.

Nunca tuvo necesidad de prostituirse, gracias a buenos amigos que la querían e intentaban salvarla. Los conozco, pero no podían hacer nada.

Ella hablaba del amor con una A mayúscula, como lo había hecho al principio: «No te das cuenta, mamá, es maravilloso, quiero a todo el mundo, tengo la impresión de que todo el mundo me quiere, que nadie puede ser malo. ¿Comprendes? Es el cielo..., el paraíso...» Es extraordinario poder experimentar este sentimiento en el mundo en que vivimos.

Al cabo de un mes cometieron seis robos y aparecieron en mi casa, donde los descubrió rápidamente la policía. Michel fue a parar a la cárcel; ella, menor, fue puesta en libertad. Se quedó en casa, aparentemente normal, con ganas de dejarse mimar, sobre todo dado que su estado físico no era de los mejores.

—Escucha, hija, hace tiempo que no has visto a tu padre, ¿por qué no vas a darle un abrazo?

Somos vecinos. Subió, no volvió a bajar.

—Mamá..., papá dice que es mejor que no vuelva a tu casa, va a venir la policía para el interrogatorio y papá piensa que él tiene más probabilidades de ayudarme. Pero no te abandono, mamá.

Me dolió.

No soporto que su padre decida siempre a espaldas mías, que la haga telefonear. No, no lo aguanto.

En enero y febrero

En enero y febrero Nathalie trabaja en una panadería de pan biológico, que lleva un muchacho de veinticinco años. Un ambiente algo aparte, que toca levemente la droga. Triplica la cifra de ventas y el dueño piensa en hacerla partícipe de los beneficios, creando asimismo un lugar de reuniones ecológicas.

Pero pronto llevó la droga, que compartía con un amigo vendedor de la tienda de al lado.

Su padre me dijo: «¡Ha vuelto a empezar! Hay que alejarla de París». Encontró una comunidad más o menos panteísta, de protestantes fanáticos, que dirigían un hogar para jóvenes más o menos delincuentes, más o menos en dificultad. Nathalie se negó a enterrarse en los confines de Bretaña.

—Hay que hacer algo, esto va a acabar mal... Me la llevo a Villejuif para un tratamiento de tres días en casa de un compañero mío.

Nathalie se marchó con él y, tranquilamente, saltó del coche en el primer semáforo rojo.

Durante cuatro semanas ignoramos dónde vivía. Había dejado una carta de despedida, que recibí como una puñalada en el corazón. Ensalzaba en ella la droga y la primavera con ese lirismo que en ocasiones habita a los drogadictos: tenía la sensación de estar llena, de estar en plenitud en el amor. Había reflexionado profundamente: la droga sería la droga. Su vida, así como su muerte, sería la droga.

Encadenaba con su inmensa...

Encadenaba con su inmensa necesidad de amor, cun su necesidad de negar su propia agresividad que es bastante grande y dirigida hacia ella misma.

Al cabo de ocho días dio señales de vida, callando el lugar donde se encontraba. De nuevo tres semanas más tarde: «No puedo decirte dónde estoy, no me drogo y pronto volveré a París».

Una semana después, siempre sin saber su paradero: «Ven a buscarme lo más rápidamente posible. No digas nada a papá, no quiero que sepa nada, a causa de Michel y de la policía». En el intervalo, lo había ayudado a escapar del hospital en el que lo habían internado.

Encontré a unas personas...

Encontré a unas personas poco comunes, muy "distintas». Había vivido con ellas y volvimos juntas.

—Nathalie, he estado escuchando al Patriarca. Sé que tú estás en contra, que no te han hablado muy bien de él y yo tenía anteriormente ideas parecidas a las tuyas al respecto. Pero he cambiado mucho de .parecer. ¿Y si fuésemos? Sólo para ver... No pienso llevarte a la fuerza, ni encerrarte allí. Pero es algo que vale la pena ser visto.

—¡ Buf ! No es que me apetezca mucho.

Pero aceptó.

Hablé con su padre, quien estuvo de acuerdo, siempre lo está cuando se trata de que su hija esté lejos de mí. Un día propuse alquilar un estudio contiguo a mi piso para Nathalie; negativa. Motivo: el cordón umbilical no estaba todavía cortado.

—Ya que tendrás a los niños durante la primera semana de vacaciones, yo la llevaré.

Me sentí algo decepcionada, me hubiese gustado enseñarle ese lugar que había descubierto, pero reaccioné: si representaba una ocasión para ellos de vivir algo excepcional juntos...

Lucien no podía recibirla hasta el miércoles. Ro-land aprovechó la ocasión; por una parte, le molestaba hacer el trayecto; por otra, se quería marchar quince días y confiarme a Nathalie durante ese período.

Fuimos a Normandía con todos los niños y el martes por la noche Henri se llevó a Nathalie a París. No habíamos podido reunimos con X., con quien ella debía tomar el tren. Me quedé con las dos pequeñas y los dos hijos de Henri.

Llamada de Roland:

—¿Qué ocurre? ¿Por qué no ha telefoneado Nathalie? Que lo haga inmediatamente, es urgente.

—Díselo tú mismo; mañana estará en mi casa, en París.

—Lo siento, pero me marcho muy temprano en barco.

—Roland, ¿es importante o no?

Se marchó sin dejarme una dirección donde ponerme en contacto con él. Siempre deja su piso cerrado, no confía la llave a nadie, ni siquiera a su hija que, legalmente, estaría en su casa. Así pues, Nathalie estaba en mi casa.

Cogió las vacaciones cuando su hija acababa de fugarse por espacio de un mes; estaba grogui, y, si aceptaba nuestra decisión de ingresarla en La Boére, era necesario ayudarla.

Pero la marcha se retrasó.

—Mamá, he estado con Lucien, no me puedo marchar hasta el jueves.

—¿Y si te acompañase? —Si quieres...

—Muy bien. Ven aquí para no quedarte sola en París.

Nathalie llama un poco más tarde: —Michel ha vuelto de Lyon, ha conseguido «caballo» 1 y me lo ha ofrecido. Henri contestó:

—Coge el tren inmediatamente, estaremos en la estación esperándote. —Prefiero quedarme.

—Cogerás el tren, estaré en la estación y si no apareces iré a buscarte a París personalmente.

Fue. Ninguna alegría en su rostro. Cuando su padre llegó para llevarse a sus hermanas de vacaciones, hizo una escena: ¡estábamos juntas!

—¡ Nos ha vuelto a tomar el pelo! Te arrepentirás. Una vez más, lo va a echar todo a perder. Tendrías que saber que los drogadictos no tienen voluntad, que son ambivalentes.

—No vas a reprocharle precisamente lo que es su problema. Ha estado con Lucien, irá, no digas de antemano que todo está perdido.

Quería llevarla, llevarla él, sólo para fastidiarme.

—Me niego, volveremos como estaba previsto, y el miércoles partiremos hacia Toulouse.

—No puedes ir sin mí, necesitas mi firma.

—Nadie te impide acompañarnos.

—De acuerdo, nos encontraremos el jueves por la mañana allí.

Jueves, a las diez: «¿Me oyes?, no voy, estoy muy lejos y es muy complicado con los transbordos de trenes».

¡Después de todo el teatro que había hecho! No dije nada.

1. Heroína.

Según propuesta de Mireille

Según propuesta de Mireille, la psicóloga, sugerimos a Nathalie que se quedase, para ver, ocho días en La Boére, dónde había caballos, que ella adora.

—Sí, sí, de acuerdo.

Al día siguiente, la llamé por teléfono. Estaba encantada, había dormido bien, estuvo muy amable conmigo.

Desde entonces, estoy casi sin noticias. Lucien me ha dicho que ha encontrado una carta en la que escribía que, a pesar de los amigos, de los caballos, del ambiente, sólo tenía una idea en la cabeza: escaparse para empezar de nuevo.

Me parece lógico.

Si sale bien de todo esto, será porque la habrán desintoxicado física y mentalmente y porque habrá escogido después de haber conocido. Pero no veo cómo podrá triunfar definitivamente mientras no se arreglen sus relaciones con su padre. El hecho de que sea un objeto de guerra entre nosotros me parece un problema. Su búsqueda de la droga, su respuesta.

Además, nuestra ambivalencia de padres era grande como una casa: decíamos «ve al colegio», pero también «el colegio es una porquería». Nuestra generación está entre dos vertientes, está la educación recibida y la esperanza que llevamos dentro, pero no es tructuramos para nuestros hijos para formarles una columna vertebral... Damos libertad, pero no sabemos hasta dónde debemos llegar. De hecho, los padres están desorientados y, como consecuencia, también lo están los hijos. Y si, además, la pareja no va bien...

Serge

Incluso en una historia simple como la mía, hay cosas que no se saben, que quizá más vale ignorar. Yo no sabía que mi hijo se drogaba. Un día, a mediodía, en su habitación, Serge estaba acostado, llorando. Enfrente, en la otra cama, estaba sentada Claire. Claire es su amiguita.

—¿Te encuentras mal?

—Sí, estoy mal. Cierra la puerta.

Sin embargo, estábamos solos en la casa.

—Señora Rolin, tenemos que decirle algo muy grave.

A menudo tenía miedo por su trabajo. Era auxiliar en un hospital. Estaban contentos de su trabajo, pero faltaba demasiado; por esta razón, finalmente, fue despedido.

—¿Es algo relacionado con la salud?

—No, es más grave todavía. —Mi corazón dio un vuelco—. No nos atrevíamos a decírselo, se lo hemos ocultado hasta ahora, pero no podemos seguir haciéndolo: Serge se droga. Serge se pincha.

—Claire, si Serge no quería decirlo, ¿por qué no lo hiciste tú?

—Hay cosas que no se dicen a los padres porque hacen demasiado daño, pero ahora es tan grave que debía usted saberlo.

—Escucha, un mes antes o un mes después, el dolor es el mismo.

—Nunca saldré de ésta —dijo Serge—. Cuanto más tiempo pasa, más la necesito. Soy incurable...

—Zamour (ella lo llamaba así), te prometo que te ayudaré y te curarás. Acabamos de dar un gran paso, se lo hemos contado a tu madre y hacía cuatro años que se lo ocultabas. Es el principio.

—¿Habéis comido?

—Sí, sí, gracias, pero, dime..., ¿se lo dirás a papá?

Me fui a la oficina. Mi cabeza estaba vacía y llena a la vez. Tenía que anunciárselo a mi marido. En aquella época, a menudo iba a esperarme al autobús por la tarde.

—Hay algo que tienes que saber, es muy grave: Serge se droga.

También él sufrió un duro golpe. Cuesta aceptarlo. No sabíamos nada, nada sobre la droga; era una cosa que sólo ocurría a los otros. Y mi marido lo soportó en silencio.

Volvimos a casa y fue a hablar con Serge a su habitación.

Nunca pregunté a Claire...

Nunca pregunté a Claire si ella se drogaba. No sé por qué, pero no me pasó por la imaginación que lo hiciese.

Por la noche nos dijeron: «Hemos estado encerrados todo el día, vamos a dar una vuelta».

—Claire, te lo confío, no le dejes hacer tonterías.

—No, no; no volveremos tarde.

A las diez no habían vuelto; nos fuimos a la cama, pero después de lo que ya sabía, no podía dormir. A las once y media llamaron a la puerta. Él tiene llave. Mi marido, rápidamente, se vistió y fue a abrir: dos agentes de policía.

—¿Tienen ustedes un hijo que se llama Serge?

—Sí.

—¿Saben que se droga?

—Nos hemos enterado esta mañana.

—Pues bien, está en el hospital, a causa de una sobredosis. ¿Tienen más hijos?

—Sí, tres chicos que están ahora durmiendo.

—¿También se drogan?

—Supongo que no, hacen mucho deporte.

—Pueden ir a verle, está en coma, no se sabe si despertará.

Duele, duele mucho. Ahora lo explico tranquilamente, pero en aquel momento fue muy duro, mucho.

Fuimos los dos. Encontramos a "Claire junto a él y a otro amigo, que también se drogaba.

Nunca me había dado cuenta de nada; para mí, era un muchacho normal, sí, de lo más normal. En ningún momento nos dio problemas. Salía de noche, sí; intentó hacer deporte como los otros, pero lo dejó. Para mí, estaba su amigo y su amiguita. Eso es todo.

—Claire, había confiado en ti y tú has dejado que se pinche. Estaba segura de que contigo no haría nada malo. Pero ya la primera noche...

—Señora Rolin, usted no puede comprenderlo ni lo comprenderá aunque se lo explique...

Vimos a Serge, que estaba bajo perfusión. Nos dijo: «Perdonadme, no lo haré más. Ha sido la última vez».

Efectivamente, fue la última vez. Fueron pequeñas cosas, estoy segura, las que le llevaron a ello. Todos somos responsables, los padres en primer lugar. Nosotros, quizá, por haber sido más severos con él que con los otros. Pero la sociedad también lo es.

En cierto sentido, aunque nos hizo mucho daño y fue un drama para nosotros, quizá puede servir de ejemplo para otros. Hay que contarlo y, para empezar, pienso en uno de mis hijos llamado a ser profesor.

Claire

De hecho, no es mi historia, sino la de Claire. Murió en un accidente estúpido de coche; perdí más que una hija, pues hizo cosas de las cuales nosotros, los padres, hubiésemos sido incapaces. Lo sabía todo sobre Serge.

A los diez años de edad, Serge había visto robar una motocicleta en el colegio, por unos chicos que no querían subir la cuesta a pie. Pero no había dicho nada; tampoco había participado.

La policía le interrogó. Siguió guardando silencio. Volvieron con la directora, y lo interrogaron de nuevo, jurándole todos: «No te pasará nada, tus padres no sabrán nada, habla». Acabó por confesar que había visto robar la motocicleta.

—Bien, ahora que ya nos has mentido una vez, di-nos lo que has robado anteriormente. No te pasará nada.

—Pues..., hace dos años, robé una tableta de chocolate en un Prisunic. —¿Nada más?

—Nada más. Sólo la tableta de chocolate.

La cosa hubiese tenido que quedar así. Pero no, la directora del colegio se fue inmediatamente a pasear por las distintas clases: «¿Conocen a Rolin?»

Los profesores dijeron: «Es un alumno muy bueno».

Los compañeros dijeron: «Es un buen compañero».

—¿Creen que sería capaz de robar?

—¿Él? ¡Ni hablar! ¡Es un muchacho estupendo!

—Sin embargo, lo ha hecho, acaba de confesar.

El coche de la policía lo acompañó hasta casa. Ser-ge entró entre dos agentes. Es duro para un niño. Yo lo vi; me puse enferma.

—Señora, su hijo está acusado de complicidad en el robo de una motocicleta; y ahora quisiéramos llevar a cabo un registro porque, además, robó una tableta de chocolate hace dos años.